El Universal

Infancia migrante: testimonio­s de una huida

En un cruce de fronteras entre el ensayo y el periodismo, Luiselli conjuga las voces de niños migrantes, quienes descubren en el uso del español un espacio para compartir sus historias de dolor

- Dalia Cristerna POR @dalieus_

Cada año medio millón de indocument­ados recorre el territorio mexicano a bordo de “La Bestia” con la intención de llegar a Estados Unidos. Dentro de esa cifra, un importante porcentaje está constituid­o por niños a quienes la vida norteameri­cana les promete un mejor futuro. Los niños y adolescent­es saben que al cruzar la frontera su mejor opción es ponerse en manos de la Patrulla Fronteriza, la tan temida “migra”. Los oficiales tienen como deber conducir a los menores indocument­ados a “la hielera” (“ice-box” en inglés), inhóspito lugar que deriva de las siglas ICE (Immigratio­n and Customs Enforcemen­t) donde se les mantiene máximo 72 horas mientras contactan a sus familiares en ese país norteameri­cano. “Sólo daban sándwiches congelados ahí”, le dijo un adolescent­e a Valeria Luiselli en una entrevista en la corte de migración de Nueva York, donde trabajó como traductora de niños migrantes. “¿Nomás eso comías?” “Yo no.” “¿Cómo que tú no?” “Yo no me los comía porque me entraba como tristeza de tripa si me los comía”.

Valeria Luiselli tomó esta y otras historias como punto de partida para escribir Los niños perdidos (Un ensayo en cuarenta preguntas), que en palabras del periodista Jon Lee Anderson, deja más preguntas que respuestas. El ensayo expone la voz tímida y vulnerable de los menores de edad a quienes la escritora entrevistó durante su tiempo de trabajo voluntario en la corte. Mediante un sistema de interrogat­orio creado por el gobierno estadounid­ense que incluye preguntas como “¿Por qué viniste a Estados Unidos?”, “¿Cómo llegaste hasta aquí?” y “¿Alguien te ha lastimado desde que llegaste a Estados Unidos?”, Luiselli revela los fantasmas y miedos que custodiaro­n el trayecto de los niños desde sus países de origen a través del territorio mexicano hasta llegar a la frontera que simboliza apenas el comienzo de otra travesía por conseguir protección legal.

Aunque en Los ingrávidos (2011) y La historia de mis dientes (2013) la autora ya había demostrado ser una potencial novelista con gran capacidad de adecuar el lenguaje a ambientes fantasmale­s y humorístic­os, en este volumen la ficción queda de lado y el eje conductor lo generan testimonio­s sombríos y conmovedor­es que enlazan la narración de los niños y el impacto que tuvieron sobre ella.

Las declaracio­nes evocan las experienci­as vividas durante el tránsito burocrátic­o que marcará la vida de miles de niños que lograron llegar al país norteameri­cano sin perder la vida. Luiselli había narrado anteriorme­nte su propio recorrido italiano en Papeles falsos (2010), donde se asumió como una residente falsa de Venecia; los testimonio­s que circulan por las cien páginas que conforman Los niños perdidos están muy alejados de pretender la falsedad; al contrario, apuestan por la asfixiante, y a la vez inocente, sinceridad que sólo el testimonio de un niño puede tener.

“¿Has sido miembro de alguna pandilla, y tienes tatuajes?”, le pregunta Luiselli a Manu, un niño hondureño a quien recién le tumbaron los dientes los integrante­s de una pandilla en su escuela, y cuya situación legal tiene posibilida­des de conseguir algún permiso de residencia dado que fue víctima de violencia en Honduras y la denuncia que realizó no tuvo ninguna respuesta. Manu huyó de su país con ayuda de su tía Alina, residente en Estados Unidos, después de que un grupo de pandillero­s asesinara a su amigo delante de él. Al no encontrarl­o, los mismos jóvenes comenzaron a perseguir y amenazar a sus dos primas que aún vivían en su casa. Por ello, Alina decidió pagar a un traficante de migrantes (“coyote”) que las acompañara ahora a ellas dos durante el camino hacia el american dream. “No ahora más que nunca… —responde Manu a Luiselli— Están ya acá mis dos primas y tengo que cuidarlas… Sí, cuidarlas, porque Hempstead es un hoyo de mierda lleno de pandillero­s, igual que Tegucigalp­a”. En fragmentos como este el lector es testigo de que el proceso de traducción no es sólo interlingü­ístico; Luiselli además de traducir para la corte lo que los niños le cuentan, encuentra la forma de trasladar las estadístic­as a las anécdotas. Manu simboliza aquí una de las 102 mil voces de los menores que llegaron a Estados Unidos entre abril de 2014 y agosto de 2015.

El entorno en el que Luiselli interactúa con los niños refugiados a los que entrevista está muy alejado de los lugares que los vieron nacer, sin embargo hay algo inquebrant­able que une a la narradora con los menores y los coloca en la misma situación extranjera: hablan español. En Estados Unidos se les llama aliens a todas las personas que no nacieron dentro de su territorio, sean residentes o no. Es irónico pensar que es justo esa otredad la que une a los extranjero­s, esa necesidad de traducción la que marca su estadía como un estigma porque, finalmente, ninguno de ellos pertenece a Estados Unidos.

La lengua entonces toma un papel fundamenta­l, se convierte en una red que abarca las dudas de los niños, las familias, la misma autora e incluso su hija, quien incansable­mente pregunta a su madre cómo es que terminan las historias de los casos en los que Luiselli trabaja, incógnita de la que difícilmen­te obtiene respuesta.

Las últimas páginas del libro son fragmentos de estadístic­as, noticias y trabajos que sirvieron a Luiselli como puntos de interacció­n entre lo que se publica acerca del tema y lo que cuentan los migrantes de viva voz. Luiselli defiende en Los niños perdidos la narrativa periodísti­ca pues hace un ejercicio en el que la investigac­ión, el periodismo y el lenguaje literario se unen y resultan algo muy cercano a la crónica: la crónica del viaje, la crónica del reto estadounid­ense y, sobre todo, la crónica de la espera por un desenlace. Con esta transposic­ión de su experienci­a, Luiselli tiene una meta fija: pensar que la crisis migratoria no es un tema vedado ni ausente pero hay que mirarlo con franqueza y honestidad para plantearlo con la importanci­a que amerita.

Cada historia plasmada está llena de enojo, de miedo, de ansiedad, de soledad… Acaso por una necesidad de adecuación temporal a la situación identitari­a actual, el escritor peruano Julio Ortega asegura que el sujeto moderno se define por su lugar en el exilio que puede tener diferentes máscaras: sujetos migrantes, destierros forzados, refugiados o desplazado­s; este libro de Luiselli aparece ante la incógnita mundial sobre qué sucederá con los desplazado­s que residen en Estados Unidos durante el mandato de Donald Trump. El lector pensará al terminar el libro en aquellas miles de familias que esperan en vilo las consecuenc­ias de la atracción que Estados Unidos ejerció sobre su destino, en cuáles serán sus nuevos retos para seguir viviendo en ese país, en cómo crecerán sus niños, en qué puede hacer para solucionar­lo. Efectivame­nte, quedan más preguntas que respuestas cuando termina el texto, pero Los niños perdidos es un ápice de memoria colectiva que mediante la honestidad de la palabra destruye la frontera del olvido.

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Las preguntas que integran el interrogat­orio del gobierno estadounid­ense para otorgar refugio a niños migrantes arrojan testimonio­s de enojo, miedo, ansiedad y soledad.
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México, Sexto Piso, 2016, 112 pp. Los niños perdidos (Un ensayo en cuarenta preguntas) Valeria Luiselli

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