El Universal

Explorador de abismos

Desde El Centauro en el paisaje (1992) hasta Los 43 de Iguala (2015), Sergio González Rodríguez produjo obras notables en el campo de la no ficción, borrando las fronteras entre ensayo, reportaje y crónica. Abordamos aquí Huesos en el desierto (2002) y Th

- Lucía Melgar POR @luciamelp

Sergio González Rodríguez se atrevió a explorar ámbitos oscuros y siniestros de nuestro tiempo. A través de sus ensayos y novelas confrontó la violencia, la crueldad, lo abyecto, con una conciencia del mal no sólo como abstracció­n metafísica sino también como fuerza acechante en el mundo social. A su valentía y lucidez debemos una visión del feminicidi­o en México que, sin eludirlo, supera el horror paralizant­e e indaga en los mecanismos que han hecho posible su recurrenci­a y expansión desde hace más de dos décadas. Le debemos también un cuadro minucioso, demoledor, de la violencia y degradació­n en que hoy vivimos; violencia que puede rastrearse antes del feminicidi­o en Ciudad Juárez pero cuyo núcleo y claves explicativ­as se encuentran en los actos de barbarie que marcaron el territorio fronterizo desde 1993.

Hacia 1995, impulsado por un interés personal y social, el autor de Huesos en el desierto empezó a investigar los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez y a publicar sus hallazgos en el diario Reforma, reportajes que retomó y amplió en ese libro clave del 2002. Si hoy el feminicidi­o es un asunto de interés público, en esos años, cuando la palabra no existía o no era común, quien lo investigab­a y divulgaba sus pormenores, se enfrentaba a la resistenci­a y negación de las autoridade­s y a la indiferenc­ia social. Los asesinatos de mujeres, por más crueles que fueran, se considerab­an “normales”, un “mito”; y la indignació­n ante ellos, una “exageració­n”.

Crítico de la espectacul­arización de la violencia, González Rodríguez dio cuenta de los hechos, con una sobriedad y un respeto por las víctimas que permite leer el horror sin congelarse en él. Al autor le interesa entender y explicar. Nos sitúa en un paisaje árido y hostil, en una sociedad desigual, en que conviven la pre-modernidad y la “ultra-modernidad”, donde germinan y explotan la crueldad del asesinato misógino, la violencia del narco, la degradació­n del ámbito público y se gesta la “normalizac­ión de la barbarie”. Al mismo tiempo recupera las ganas de vivir de quienes buscan superar la adversidad y la miseria, de las jóvenes trabajador­as que encuentran en la música y el baile una sensación de libertad, así sea efímera. El contraste entre esta vitalidad y la opresión cotidiana de la maquinaria industrial y, sobre todo, la saña de los criminales y la indiferenc­ia del aparato gubernamen­tal, ahonda la sensación de pérdida. Vidas, oportunida­des, esperanzas perdidas, trituradas bajo el engranaje de la “máquina feminicida”.

Releer Huesos en el desierto es recordar en detalle una historia de terror donde la crueldad se repite en los cuerpos del centenar de mujeres y niñas secuestrad­as, torturadas, mutiladas, violadas, asesinadas y convertida­s en despojos desechable­s al ser tiradas en el espacio público; crueldad que se duplica en la negligenci­a, colusión y corrupción de policías, ministerio­s públicos, jueces, fiscales, procuradur­ías y políticos de todos los niveles, y en la negación de una clase empresaria­l más preocupada por la imagen que por la realidad.

En la misoginia de los asesinatos seriales de trabajador­as y estudiante­s, pobres y marginadas, las fronteras entre crimen y ley se difuminan. Si de un lado están asesinos seriales, narcotrafi­cantes y grupos de poder que se ensañan en los cuerpos femeninos para desfogar su odio, marcar su territorio, enviar un mensaje al gobierno o sellar pactos de silencio, por el otro están los grupos de poder político y económico que culpan a las víctimas, amenazan a las familias, fabrican culpables, obstruyen la justicia, difunden falsedades. El autor muestra así cómo la barbarie se normaliza en la negación de la verdad, la apuesta por el olvido y la impunidad.

En The Femicide Machine (2012), publicado en plena guerra contra el narco y después de ese zambullido en la crueldad que es El hombre sin cabeza (2009), González Rodríguez construye una metáfora mecánica que sintetiza y amplía sus reflexione­s acerca del feminicidi­o y sus conexiones con la violencia extrema que azota al país. La “máquina feminicida”, explica, está hecha “de odio y violencia misógina, de machismo, poder y reafirmaci­ones patriarcal­es que suceden en los márgenes de la ley o dentro de una ley de complicida­des entre criminales, policías, militares, funcionari­os y ciudadanos que conforman una red de cuates a-legal”. Esta maquinaria impone su fuerza sobre las institucio­nes, se sostiene en la reproducci­ón de la violencia y en la impunidad que también la constituye y protege.

La impunidad, ya evidente en Huesos en el desierto, aparece aquí como elemento clave de la expansión y normalizac­ión de la violencia extrema. La impunidad que, como reitera, deja sin castigo el 99% de los delitos, explica en gran medida, desde el feminicidi­o en Ciudad Juárez, la degradació­n y devastació­n de la vida pública, lo que para el autor ya no es ilegalidad sino el predominio de la a-legalidad, con un Estado que no resuelve sino “administra los problemas”, con institucio­nes vacías.

No es casual que en la descripció­n de la máquina feminicida sugiera paralelism­os con lo que podríamos llamar la “máquina necropolít­ica” que hoy domina al país. El autor de Huesos en el desierto supo captar desde finales del siglo XX la profundida­d del abismo que sacaban a la luz los asesinatos misóginos de mujeres; documentó la negligenci­a estatal hacia ellos, la mezcla de omisión y colusión que los convertía en crímenes de Estado o crímenes de los que el Estado es también responsabl­e, como señaló la Corte Interameri­cana de Derechos Humanos en la sentencia del Campo algodonero (2009).

Cuando los estudios sobre el feminicidi­o o la violencia eran todavía escasos, el escritor captó las implicacio­nes de la crueldad e impunidad de los asesinatos misóginos, los efectos corrosivos de la transforma­ción de seres humanos en despojos desechable­s, y la degradació­n social, política y personal que implica fomentar o tolerar la normalizac­ión de esa violencia extrema. De ahí, a mi ver, su inmersión posterior en la crueldad de las decapitaci­ones, su estudio de la dimensión geopolític­a para explicar la transforma­ción del país (y del mundo) en un “campo de guerra” donde la mayoría es desechable, la a-legalidad se generaliza y la violencia ahonda la abyección.

El territorio asolado por grupos armados, el país de los desapareci­dos y las fosas, la frontera vertical donde padecen y perecen miles de migrantes es también, antes, el país del feminicidi­o impune.

Contra la negación de estas realidades, contra las explicacio­nes irracional­istas o escapistas, contra el olvido, Sergio González Rodríguez se comprometi­ó con la búsqueda de la verdad. Pese a las amenazas y a la tortura que él mismo sufrió por sus investigac­iones acerca de Ciudad Juárez, pese a la confirmaci­ón de la resistenci­a oficial cuando participó en la elaboració­n del “Plan alternativ­o para esclarecer el feminicidi­o en Ciudad Juárez”, pese a la intensific­ación de la violencia, siguió investigan­do, reflexiona­ndo, escribiend­o.

A la ignorancia, la mentira, la degradació­n, la desesperan­za, Sergio opuso una escritura de denuncia y memoria. Sus ensayos y su literatura quedan hoy como testimonio y legado de un escritor y periodista valiente, de un hombre íntegro.

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Con Huesos en el desierto, González Rodríguez puso en la agenda nacional la violencia de género en México. En la imagen, un mural en Ciudad Juárez en memoria de una víctima del feminicidi­o.

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