El Universal

Ser abogado

- Por MIGUEL CARBONELL

En una sociedad que lleva décadas soportando todo tipo de abusos por parte de las autoridade­s y que al menos desde el 2007 ha visto un aumento increíble de los niveles de violencia criminal, no es nada fácil ser abogado. No lo era en el pasado; lo es todavía menos en la actualidad.

No lo es porque las institucio­nes del Estado de Derecho son a la vez frágiles e ineptas. No lo es porque una sociedad azotada por el flagelo de la impunidad reclama muchas veces no justicia, sino venganza. No lo es porque cuando uno habla de derechos humanos y del principio de legalidad a muchos les suenan como palabras huecas, meras ocurrencia­s oportunist­as que nada tienen que ver con la dura realidad que los rodea.

Y sin embargo hoy más que nunca hay que recordar que el país saldrá adelante cuando tengamos las bases suficiente­s para que la ley se aplique por igual a todos, sin distincion­es ni privilegio­s. Hoy más que nunca es indispensa­ble que existan voces que, contra la corriente a veces salvaje y casi siempre apresurada de la opinión pública, nos recuerden que el debido proceso legal es la columna vertebral de la civilizaci­ón jurídica que se empezó a construir en Roma, hace más de 2 mil 500 años. Hoy más que nunca urgen personas que analicen sin prisa, que exijan argumentac­iones y que nos recuerden de qué lado está la carga de la prueba (siempre de parte de quien acusa, cabe recordar).

La tarea de quien es abogado resulta hoy indispensa­ble y no consiste en complacer el furor mediático, sino en buscar a toda costa y hasta el límite de nuestras fuerzas que la legalidad sea cabalmente aplicada. Para ello es indispensa­ble recordar verdades que parecen extraviada­s en el vendaval de nuestra opinión pública nacional. Enunciemos cinco, de entre las muchas que valdría la pena traer a colación:

1. Los juicios se ganan o se pierden ante los tribunales, no en los medios de comunicaci­ón. La discusión mediática es una; la argumentac­ión jurídica es otra. No siempre se encuentran ni coinciden. Con frecuencia el debate en los medios distorsion­a las constancia­s procesales que existen en los expediente­s judiciales.

2. Nadie es responsabl­e de haber cometido un delito solamente porque así lo piense la mayoría de los ciudadanos. La responsabi­lidad penal es determinad­a solo por un juez, al dictar una sentencia que así lo establezca y luego de haber desahogado un procedimie­nto en el que se respeten todas las formalidad­es establecid­as por la Constituci­ón y por la ley.

3. Toda persona es presumida inocente y debe ser tratada como tal por autoridade­s y ciudadanos. Se es inocente dentro y fuera de juicio, dentro y fuera de una sala de audiencias, dentro y fuera (inclusive) de un reclusorio. El que una persona se encuentre privada de su libertad de manera provisiona­l, en lo que se sigue su juicio, no prejuzga en modo alguno sobre su responsabi­lidad penal.

4. El debido proceso legal no es un adorno que sirva para el aprovecham­iento de los abogados o para preservar la impunidad, como equivocada­mente algunos lo afirman. Por el contrario, se trata de un elemento indispensa­ble para acercarse a la verdad de lo ocurrido en un caso concreto. Sin debido proceso legal, no puede haber verdad de ningún tipo dentro de un juicio.

5. A partir de la carga de la prueba (que le correspond­e a quien acusa, como ya se dijo) y de la presunción de inocencia, la responsabi­lidad penal de una persona se tiene que acreditar más allá de toda duda razonable. Cuando exista una duda de ese tipo el juez está obligado a dictar una sentencia absolutori­a. No tiene el juzgador ninguna otra opción: es una orden que le da la ley.

Ninguno de esos cinco principios generan ni son causa de la enorme y dolorosa impunidad que vive el país. El origen de ese mal endémico de México está en otro sitio. Por ejemplo, en la incapacida­d de las policías para prevenir la comisión de más de 32 millones de delitos anuales, en ese escandalos­o 93% de delitos que no son ni siquiera denunciado­s, en la falta de investigac­ión científica del delito por parte de nuestras fiscalías. Si queremos combatir la impunidad, empecemos acertando en el diagnóstic­o y no caigamos en el camino peligroso de buscar atajos. No los hay. Que nadie se equivoque.

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