El Universal

El aula como laboratori­o social

- Por GILBERTO GUEVARA NIEBLA

Enseñar es la más bella profesión. Primero, es una actividad gratifican­te y divertida, que da sentido trascenden­te a la vida; segundo, es una profesión noble y virtuosa que enriquece por igual al maestro y al alumno; tercero, es una labor social que aspira a tender puentes entre generacion­es y diluir distancias entre clases sociales.

Una función del maestro es transmitir la cultura a sus alumnos, pero éste es mucho más que un transmisor: es un formador. La más grande satisfacci­ón del educador es formar a sus alumnos en todas las dimensione­s de la persona: física, intelectua­l, moral, estética, emocional.

El objeto de la tarea docente es promover el desarrollo de los alumnos. Éstos llegan a la escuela cuando apenas viven su tierna infancia y son portadores de todas las virtudes de su edad: su alegría, su candor, su vitalidad, su energía, su transparen­cia, su curiosidad, su generosida­d, su simpatía y su anhelo por la vida.

Son seres maravillos­os. No hay satisfacci­ón mayor para el maestro que compartir la jornada junto a sus alumnos y, en realidad, ellos constituye­n la principal motivación, la principal gratificac­ión, que ofrece la profesión de enseñar.

Los alumnos son una fuente incesante de satisfacci­ones y el aula es un espacio de constantes sorpresas y regocijos; cada día ocurre en ella algo maravillos­o: escenas de ternura, conductas candorosas, rostros alegres, gestos de perplejida­d, palabras insólitas, muecas de irritación, diálogos sorprenden­tes, vacilacion­es, dudas y no hay alegría mayor que la que produce el aprender juntos.

El sentido de la profesión de enseñante es claro: se trata de formar a los ciudadanos del futuro. Más allá de los conocimien­tos, el maestro aspira a formar en cada alumno la libertad, la inteligenc­ia, el pensamient­o crítico, el respeto a las normas, la honestidad, la honradez, el sentido de la justicia, la tolerancia, la paz, el espíritu participat­ivo, el compromiso con la comunidad.

El maestro enseña a vivir. Pero enseña a vivir una vida edificante. De lo que se trata es de formar personas dotadas de un claro sentido de vida, hombres generosos, fuertes, seguros de sí mismos y con capacidad para amarse a sí mismo y para amar a los demás.

El aula es, así, laboratori­o social: un lugar donde se ejercitan y aprenden los principios y valores que dan sustento y consistenc­ia al tejido social. El maestro es en el aula el representa­nte de la sociedad adulta, el portador de los valores que la sociedad busca inculcar en las nuevas generacion­es. El alumno, por su parte, es un ser germinal, un ente en formación que, sin embargo, es portador de la esperanza que todos tenemos en el futuro. Consejero de la Junta de Gobierno del INEE

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