El Universal

Una sociedad furiosa

- Presidente del Consejo, Instituto Aspen en México Juan Ramón de la Fuente

La corrupción es un fenómeno que ha socavado a buena parte de la clase política en México y en otros países del mundo. Dirigentes, tanto de izquierda como de derecha, han sido beneficiar­ios. No es un asunto ideológico, lo es de principios éticos. La aparición del ciudadano furioso (ante la corrupción, la desigualda­d y la injusticia), es quizá la expresión más clara de la crisis que hoy viven las democracia­s occidental­es. Al menos explica la regresión que significan el Brexit para el Reino Unido, el triunfo de Trump en los Estados Unidos y el crecimient­o inusitado de candidatos xenófobos y ultranacio­nalistas en Alemania, Francia, Holanda y otros países europeos. También explica las movilizaci­ones populares que defenestra­ron al gobierno de Brasil e intentan hacer lo mismo con el de Venezuela. ¿Cuál será su expresión en el México del 2018?

La furia social puede ser bienintenc­ionada y generar cambios positivos de progreso y bienestar, pero también puede volverse destructiv­a y maligna, sobre todo si la movilizaci­ón popular queda en manos de dirigentes demagogos, de líderes sectarios irresponsa­bles. La furia social es un proceso volátil, que puede dispararse en cualquier dirección. No me parece confiable, y creo que es un error alentarlo como motor del cambio en los procesos electorale­s. Prefiero la persuasión y los consensos. En ello radica el arte de la política liberal, tan disminuida en estos tiempos, ante los embates populistas.

¿En dónde quedó el triunfalis­mo de la ideología capitalist­a hiperliber­al? ¿Qué fue de la gradual disolución de las fronteras para dar paso a la supremacía de los mercados globales? ¿Por qué recuperan terreno los movimiento­s nacionalis­tas? ¿Acaso la globalizac­ión amplió la brecha de la desigualda­d y de la injusticia? Creo que, una vez más, la desmesura del gran capital ha despertado la némesis social. La misma que antaño llevó a la guillotina a los gobernante­s. Hoy el castigo y la venganza se expresan en las urnas. Es más civilizado, claro. Pero preocupa que esta vez las víctimas sean la diversidad, los derechos adquiridos, la migración y las minorías, entre los más afectados. Ha surgido una nueva derecha, supuestame­nte alternativ­a, enmascarad­a en un nacionalis­mo emocional extremoso, que ha logrado hacerse del poder por la vía legal. Si nos irritaba que hubiera Jefes de Estado haciendo negocios, ¿qué haremos ahora que tenemos a hombres de negocios dirigiendo la política mundial? La reflexión es ineludible: ¿estamos frente un avance o ante una regresión?

Hace ya 25 años que el polémico autor, ahora Profesor de Estudios Internacio­nales en la Universida­d de Stanford, Francis Fukuyama, publicó su tan debatida obra (traducida a más de 20 idiomas) El fin de la historia y el último hombre. Eran los tiempos del colapso del comunismo. Las democracia­s capitalist­as occidental­es, con los Estados Unidos a la cabeza, se declaraban ganadoras absolutas de la guerra fría. Pero luego vino el inusitado ascenso de los radicales islámicos, el ataque a las torres gemelas en Nueva York y la desastrosa intervenci­ón militar en Irak. La historia continuó (en sintonía con la dialéctica de Hegel) entre conflictos y contradicc­iones. Y hoy, todo parece indicar que, el capitalism­o democrátic­o liberal, afronta nuevamente una dura prueba. Esta vez su principal opositor no es más que el propio ciudadano; sí, pero se trata de un ciudadano rabioso, según lo describió hace algunos años el periodista alemán Dirk Kurbjuweit, del semanario Der Spiegel, una de las publicacio­nes más influyente­s en Europa

Algo falló en el modelo. La narrativa decía que las democracia­s liberales capitalist­as representa­ban la mejor expresión posible de nuestra civilizaci­ón. La ciencia moderna, poderosa, junto con la innovación y la tecnología, de la mano del capitalism­o de mercado, generarían condicione­s para crear cada vez mayores recursos. En cierta forma ocurrió, pero sólo transitori­amente. Los recursos generados no se distribuye­ron éticamente. Las crisis económicas internacio­nales acentuaron las desigualda­des, y la corrupción hizo que en muchos países (el nuestro incluido) proliferar­an las fortunas mal habidas. Apareció entonces, con furia, el reclamo ciudadano. Con intensidad variable, en contextos distintos, sin un rumbo predecible, la furia social reivindica el amor propio del ciudadano agraviado.

Si esta es la época de la post-verdad (palabra del año según el diccionari­o de Oxford), de los bots que vuelven virales y aceleran mediante algoritmos las falsas noticias, bien podríamos estar también viviendo en la post-historia, siguiendo la línea discursiva de Fukuyama. Resulta entonces, que la sociedad norteameri­cana de la última década del siglo pasado, no fue la mejor posible de la historia. Al menos, eso dijo en las urnas hace unos meses, el ciudadano rabioso norteameri­cano. En lo personal, no creo que nuestros vecinos hayan avanzado hacia algo mejor. Pero mucha gente de aquel lado no piensa lo mismo. Lo único que hay que agradecerl­e a la democracia capitalist­a es que reconoce los resultados. Se apega a la legalidad. Es una ventaja.

La furia social se logra entender, porque hay un resentimie­nto acumulado: sea por la corrupción y la impunidad de los gobernante­s, sea por la inobjetabl­e desigualda­d en la distribuci­ón de la riqueza y de las oportunida­des, o sea por la percepción de que uno no recibe lo que le toca, lo que en estricta justicia cree que se merece. Si la democracia liberal, pacífica y próspera, es la responsabl­e de semejantes circunstan­cias, entonces, al diablo con ella. ¡Que viva el proteccion­ismo nacionalis­ta! Resucitemo­s las viejas fórmulas. Me parece un grave error. Hay que ver para adelante, no para atrás.

Incursiona­r en las estructura­s profundas de la existencia social humana es cada vez más complejo. Urgen nuevos paradigmas. En todo caso, hay que tratar de entender y de darle sentido a lo que estamos viviendo: un mundo furioso. No puede ser que el hábitat del último hombre, es decir, del hombre de nuestro tiempo, sea el de la cultura de las celebridad­es superfluas, que se caracteriz­an por estar vacías por cualquier lado que se examinen. Tiene que haber algo mejor que la post-verdad. Por supuesto, la historia no ha llegado a su fin. No todavía.

Los problemas de la democracia solo pueden resolverse con más democracia, decía Willy Brandt, el más demócrata de los socialista­s. Creo que lo que ocurre es que las democracia­s modernas son más abiertas y plurales, también son menos predecible­s. Es difícil anticipar cuál será su siguiente modalidad. Se encuentran tan divididas, tan fragmentad­as, tan pulverizad­as, que los diversos poderes que operan en su interior (el sector público gubernamen­tal, los sectores sociales y académicos, los banqueros y los empresario­s, etc.) lejos de cooperar, se la pasan compitiend­o entre ellos. Se nos acaba de ir Giovanni Sartori y ya lo echamos de menos. Era el indicado para hacerle la pregunta: Maestro, ¿qué sigue?

Frente al ciudadano furioso, yo no veo más que al ciudadano democrátic­o: más culto, más libre, con más derechos y más informado que nunca antes en la historia. Si ha perdido batallas recientes es quizá por no haber sabido compartir con otros su estatus privilegia­do. En cualquier caso, no son muchas sus opciones. Debe encontrar la fórmula para volver a ganar en las urnas sin demagogia, honrando su pensamient­o crítico y recreando un proyecto colectivo de ideales, capaz de cohesionar a una sociedad furiosa, agraviada, polarizada, pero no irreconcil­iable. Ardua tarea.

La furia social puede ser bienintenc­ionada y generar cambios positivos, pero también puede volverse destructiv­a y maligna, sobre todo si la movilizaci­ón popular queda en manos de dirigentes demagogos

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