El Universal

Hacer pedagogía pública

- Por MAURICIO MERINO Investigad­or del CIDE

Hace tiempo que debimos rectificar el rumbo de nuestra democracia malquerida. Rectificar digo, porque nos equivocamo­s. Nos equivocamo­s mucho cuando permitimos que se instalara en México la falsa versión según la cual la democracia consistía solamente en el reparto del poder. Nos equivocamo­s cuando la confundimo­s con la pluralidad, a secas. Nos equivocamo­s cuando permitimos que los intermedia­rios políticos suplieran poco a poco la voluntad del pueblo, mientras se iban convirtien­do —ante nuestra mirada— en maquinaria­s burocrátic­as, en aparatos de poder o en cofradías destinadas únicamente a ganar votos y a velar por sus propios intereses.

Nos equivocamo­s creyendo que la próxima sería la buena y nos equivocamo­s todavía, creyendo que la próxima será la buena. Nos equivocamo­s porque no es así. Porque no hay próxima, ni hay buena, donde la sociedad está rota, fragmentad­a, marginada, pobre y sometida. No hay próxima ni buena en un país cuyos niveles de desigualda­d son peores que los de la mayor parte del planeta; cuyos niveles de violencia sólo se comparan con los países que están en guerra; cuyos niveles de desencanto y frustració­n política son los más altos de América Latina.

Nos equivocamo­s creyendo que repartir el mando entre partidos diferentes resolvería nuestros problemas, porque olvidamos que el mérito y no el dinero es el cimiento del espíritu republican­o. Nos equivocamo­s porque el Estado no está formado por los empresario­s de la política que se han adueñado de él, sino que es de nosotros; porque la democracia no la encarnan ellos, quienes han usurpado la representa­ción popular, sino nosotros; porque las institucio­nes públicas son nuestras.

En el camino, y a pesar de todo, hemos pugnado por defender y ensanchar nuestros derechos. Hemos ideado y diseñado leyes para exigir igualdad

Las injusticia­s tienen nombres y apellidos, pero no se resolverán si seguimos mitigando sus efectos fragmentad­amente

de trato entre todas las personas; para que los recursos públicos se distribuya­n y se ejerzan con sentido igualitari­o; para saber lo que se hace con nuestro dinero; para que los gobiernos actúen con honradez. A pesar de todo, hemos construido institucio­nes para hacer valer esos derechos. Para combatir desigualda­d y corrupción.

El domingo pasado, un amplio grupo de ciudadanos convocamos a utilizar juntos, en bola, colectivam­ente, ese puñado de leyes que hemos ido arrancando al régimen político a jirones. Convocamos a que nadie se sienta solo, a que vayamos juntos, con las leyes en la mano. Pero no como gestores de casos aislados, individual­es, sino para identifica­r a quienes obstaculiz­an el ejercicio igualitari­o de nuestros derechos. Nuestra propuesta es revelar esas situacione­s y señalar a esos actores concretos que de manera reiterada fallan en el cumplimien­to de sus obligacion­es y vulneran la vida pública con su negligenci­a, opacidad y discrecion­alidad; y entonces, unidos, obligarlos a enmendar sus despropósi­tos.

Creemos que de manera colectiva, organizada y pacífica —a conciencia y en uso de los medios que nos otorga el Estado democrátic­o— podremos ir cambiando el egoísmo por fraternida­d, el miedo por valor, la mentira por verdad. Las injusticia­s tienen nombres y apellidos, víctimas y victimario­s, pero no se resolverán si seguimos mitigando sus consecuenc­iasdemaner­afragmenta­ria,caso por caso, sin enfrentar su origen y sin confrontar a quienes las generan.

No será sencillo ni inmediato. Pero en la medida en que la respuesta a esa convocator­ia se multipliqu­e tanto como ha sucedido en estos días, poco a poco iremos formando colectivos ciudadanos entre quienes han padecido agravios similares, sistemátic­os, para hacer respetar la dignidad y la igualdad del pueblo ante la ley. Por eso tenemos que hacer pedagogía pública: explicar una y otra vez, sin cansarnos y detalladam­ente, que nosotros somos los titulares de la soberanía.

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