BOKO HARAM, GOLPEADO, PERO AÚN VIVO
Ochenta y dos de las casi 300 niñas de Chibok, Nigeria, secuestradas por Boko Haram en 2014, fueron liberadas la semana pasada. Ese secuestro catapultó la fama internacional del grupo, a raíz de la campaña en redes sociales #BringBackOurGirls y el activismo de personalidades como Michelle Obama al respecto.
Sin embargo, en Nigeria y en toda la región, Boko Haram era muy famoso desde mucho tiempo atrás. Las 300 no eran las primeras ni las últimas niñas secuestradas. Hubo cientos más. Las muertes ocasionadas por el grupo se contaban por miles. El territorio que la organización controlaba seguía aumentando. Hoy, en cambio, la mayoría de los reportes hablan acerca de cómo esta agrupación ha venido perdiendo territorio y capacidad de daño. Y sí, afortunadamente las muertes producidas por Boko Haram —que en 2015 se afilió al Estado Islámico— han disminuido notablemente. El combate que las fuerzas nigerianas han realizado en su contra ha rendido frutos. No obstante, se debe tener mucho cuidado en cómo se cuenta esta historia. Primero, porque el terrorismo no es acerca de cuántas (siempre lamentables) muertes, o daños materiales se producen, sino acerca del miedo, acerca de los efectos sicosociales y políticos que genera en una sociedad. Y segundo, porque a pesar de su disminución, el grupo sigue muy activo, sólo que esa actividad se ha dispersado entre varios países.
En 2014, el Índice Global de Terrorismo (IEP, 2015) colocó a Boko Haram como el grupo más mortífero, por encima del EI, con 6 mil 644 muertes ocasionadas. En 2015, el número de fatalidades causadas por la agrupación había bajado 18%, pero seguía siendo muy alto, 5 mil 478. Sólo en enero de ese año, esta organización arrasó con una serie de aldeas en una ola de ataques que costó la vida a unos 2 mil civiles. La tendencia a la baja en sus atentados continuó en 2016. Según el Instituto de Estudios sobre Seguridad, con sede en cuatro países africanos, el número de ataques de Boko Haram se contrajo 29% el año pasado y las muertes producidas por esta organización bajaron 73%, en buena medida gracias a que han disminuido los asaltos masivos contra aldeas que caracterizaron al grupo en 2014 y 2015.
Así que lo primero es, por supuesto, comprender los factores que han reducido su poder destructivo. Gracias al combate en su contra durante los últimos años, el grupo se ha visto obligado a abandonar la mayor parte de aldeas y pueblos que controlaba. En un intento por reestructurarse y proyectar fuerza ante el embate que estaba teniendo que resistir, la organización se afilia al EI en 2015, lo que le ayuda en imagen y en el marketing de sus atentados, pero no en cuanto a sus capacidades materiales. El EI ya estaba demasiado ocupada peleando su propia guerra en Irak y en Siria como para poder financiar o armar a filiales lejanas. De hecho, en 2016, tras un conflicto interno, Boko Haram se separa en dos facciones. Una de ellas, conocida como la facción Barnawi por el nombre de su líder, se enfoca en atacar a las fuerzas del gobierno. Esta es la facción que el EI sigue respaldando. En cambio, la facción que dirige Shekau, el veterano líder de Boko Haram, se mantiene perpetrando atentados y ataques a su más viejo estilo, contra toda clase de blancos. La cuestión es que estas dos facciones no sólo operan de manera separada, sino que han estado luchando entre sí, mermándose mutuamente.
Aún así, estas circunstancias deben ser analizadas con mucho cuidado por los siguientes factores: (1) Boko Haram, principalmente la facción Shekau, está mostrando un repunte en sus ataques en los últimos meses. Cuarenta atentados —prácticamente uno cada tercer día— que han ocasionado casi 140 muertes a lo largo de cuatro meses, no son poca cosa, y muestran que el final de la organización es aún lejano; (2) Estos atentados, tienen, por supuesto, un perfil menor que en el pasado; no obstante, el grupo está mostrando una actividad mucho más dispersa y difícil de contener. Sus ataques hoy no sólo ocurren en Nigeria, sino también en países como Camerún, Níger y Chad. Este es uno de los fenómenos más comunes cuando se logra arrebatar territorio a grupos terroristas, pero no se termina con ellos. Desaparece su faceta más notoria. Dejan de ser blancos visibles. Su capacidad de daño disminuye considerablemente, pero mientras sus motivaciones originales persistan, sus actividades continúan; y (3) Las muertes y daños materiales son el instrumento, no el objetivo de grupos terroristas.
Si una organización consigue mantenerse vigente a través de la frecuencia de sus atentados, aunque éstos sean de menor impacto, y/o a través de la atracción de foco mediático gracias al perfil de algunos pocos de estos atentados, en esa medida, esa organización conserva poder para producir efectos sicosociales. Estos efectos sicosociales tienen impactos políticos, alteran agendas, y a veces elecciones o decisiones.
En otras palabras, el combate militar a este tipo de agrupaciones normalmente tiene la posibilidad de reducir, pero no acaba con estos grupos. Les arrebata el territorio y disminuye sus capacidades para matar. Eso, por supuesto, siempre es de celebrarse. Sin embargo, la investigación ha mostrado que mientras los motores del terrorismo sigan ahí —lo que incluye factores como la debilidad institucional, el conflicto político, la inestabilidad, la violencia perpetrada por el Estado, la presencia de criminalidad en sus muy diversas manifestaciones y con sus múltiples redes, la corrupción, y/o la falta de respeto a los derechos humanos, entre otros (IEP, 2016; Schori, 2016; Mulaj et al., 2010)— los grupos terroristas encuentran formas de dispersarse, mutar y sobrevivir.
Por lo pronto, así como hablamos de la afortunada liberación de 82 de las niñas de Chibok, también debemos recordar que unas 140 niñas de ese grupo secuestrado siguen desaparecidas, así como muchas otras cuyos nombres nunca alcanzaron los trending topics o detonaron el activismo en las redes sociales.