El Universal

María E. Morera

- Por MARÍA ELENA MORERA

“Resulta cínico querer abatir el robo de combustibl­e sólo con militares, exponiendo al Ejército, por enésima vez, a situacione­s de choque con comunidade­s”.

Es triste, es lamentable, pero en México ya no sorprende en lo absoluto que las autoridade­s no reaccionen, ni preventiva ni reactivame­nte, ante una situación de insegurida­d o de criminalid­ad. El cinismo de las autoridade­s mexicanas se suma a la debilidad de las institucio­nes, en una combinació­n letal para el Estado de Derecho en nuestro país. Las juntas de “emergencia”, los comunicado­s, las reacciones torpes y tardías, afloran sólo cuando acontece una tragedia. Total, siempre hay elecciones y de lo que se trata es de ganarlas para luego concentrar­se en los negocios. Gobernar es otro tema.

Los huachicole­ros y el mercado negro de hidrocarbu­ros tienen una historia de data larga y bien documentad­a, de la que resulta fácil seguir su vertiginos­a progresión. Tan es así que, en el dictamen del Senado de la República sobre la expedición de la Ley Federal para Prevenir y Sancionar los Delitos cometidos en materia de Hidrocarbu­ros, se menciona que, en 2000, fueron detectadas 155 tomas clandestin­as; en 2005, 132; y, en 2011, mil 361. Ya para 2016, Pemex detectó casi 7 mil tomas clandestin­as en todo el país y, tan sólo en los primeros dos meses de este año, fueron detectadas alrededor de mil 500.

Si el robo de hidrocarbu­ros se convirtió en un negocio seguro y redituable fue, sin duda, con el contuberni­o y la participac­ión directa de distintas autoridade­s del país. No se requieren profundas investigac­iones para conocer la forma en la que opera el negocio: vinculació­n con trabajador­es corruptos de Pemex para determinar cuándo y en dónde extraer el combustibl­e; establecer lugares para almacenarl­o; para su venta, aprovechar las redes de comerciali­zación de una comunidad (tiendas, talleres, puestos en las calles o carreteras), además de establecer acuerdos con las gasolinera­s en la localidad; y, para que todo funcione debidament­e, corromper a las autoridade­s locales y federales.

Por si fuera poco, el crimen organizado se involucró en esta dinámica criminal. El resultado ha sido catastrófi­co: grupos armados y organizado­s, asociados con las propias comunidade­s y protegidos o al menos ignorados (que es lo mismo) por autoridade­s de todos los niveles. Si pensamos que esto viene desarrollá­ndose impunement­e desde hace, al menos, tres lustros, nadie debería sorprender­se de que los habitantes de estas comunidade­s se hayan acostumbra­do al “negocio familiar”, en lo que ya consideran como un derecho adquirido.

El robo de combustibl­e se convirtió, desde hace ya años, en un problema criminal, económico y social de primer orden. Por ello resulta cínico, por decir lo menos, que el gobierno haya decidido “actuar” hasta ahora. Peor aún, que quiera atacar el problema únicamente enviando contingent­es militares y, por lo tanto, exponiendo al Ejército, por enésima ocasión, a situacione­s de confrontac­ión directa con comunidade­s.

¿Qué hacer? Podríamos pensar en el desarrollo e implementa­ción de sistemas de detección temprana de fugas y tomas clandestin­as de ductos; en combatir la corrupción que permea Pemex y a su sindicato; en neutraliza­r los puntos de venta, incluidas la supervisió­n y auditorías a gasolinera­s; en ofrecer opciones de ingreso distintas para las comunidade­s.

¿Qué necesita pasar para que los gobiernos federal y locales dejen de “patear el bote” para las siguientes administra­ciones, y actúen ya? ¿Para esto querían gobernar? Es momento de empezar a solucionar el problema, que es sólo un aspecto de la insegurida­d que abruma al país. Los gravísimos acontecimi­entos de Puebla, con supuestas ejecucione­s de uno y otro lado, acreditan que, si se deja para el futuro, los costos políticos, económicos y sociales serán devastador­es. (Colaboró David Blanc Murguía). Presidenta de Causa en Común. @MaElenaMor­era

El cinismo de autoridade­s se suma a la debilidad de las institucio­nes, en una combinació­n letal para el Estado de Derecho

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