El Universal

El oscuro operador de las elecciones

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Lo llamaban el Oscuro. —No te asustes —le advirtió el jefe del PRI al candidato. —Tiene una condición médica y la luz lo hiere. Por eso prefiere trabajar en la noche.

A las 12 en punto, Alfredo del Mazo III le abrió la puerta de la torre circular de su palacio, y ahí estaba el Oscuro. La piel oscura y aceitosa, el pelo pintado de negro, aceitoso también, en un traje negro, con corbata roja, y esos lentes en forma de ojos de mosca, de cristales convexos y negros, que en la noche resultaban enervantes.

Alfredo III, en cambio, era alto y flaco y erguido, de pelo plateado, iba en vaqueros, camisa blanca y un chaleco rojo, y tenía una disposició­n cordial que desplegó al invitarlo a sentarse en los sofás enfrentado­s de cuero rojo.

Las rodillas separadas, el Oscuro se inclinó y le habló en secreto, con una voz grave y sin corazón, y sin quitarse los lentes negros de mosca.

—A ver, güey —le soltó de entrada, saltándose todo saludo o deferencia. —Necesito lana para la Operación. Un chingo.

Alfredo III se sobresaltó por las groserías, pero tragó el disgusto, y media hora después ya se le había amoldado el cerebro dentro del cráneo para adaptarse a su interlocut­or, y hablaban los dos como mafiosos, y en cabroñol, ese idioma que oculta más que dice, que dice para no decir lo indecible, que lanza el cohete del vituperio, para suplir con ruido la falta de razón.

—Tienes 24% de la intención de voto, y necesitas solo 28% para ganar. Tú me das la lana y ya estufas, cañoncito. —¿Estufas? ¿Dices muebles de cocina? El Oscuro no respondió a la pregunta, saltó a precisar:

—Billete limpio. Yo no soy un O.O. Yo soy el operador del papel y tienen que ser de a 500. Y no hay facturas ni mariconada­s de esas. ¿Estamos?

Alfredo III tuvo que apuntar ciertas expresione­s y a la mañana siguiente consultarl­as con su chofer y sus guaruras, para estar seguro de que lo que le había requerido el Oficial Mayor de Tranzas del partido.

Durantelas­siguientes­semanas,losagentes­del Oscuro, los R.G. y los R.M., vestidos a su imagen y semejanza, y con iguales lentes de mosca, repartiero­n los billetes de 500 pesos en las numerosas villas de pobres del Reino del Edomex.

Al principio, los pobres, dentro de sus casas de techos de lámina y ladrillos grises, tomaban el billete y agradecían, y daban a cambio su tarjeta de elector. Luego, ya esperaban a los dadores de billete en los quicios, con la tarjeta de elector en la mano. Días después, los abordaban a medio camino de polvo y con enojo, y entregaban la tarjeta y tomaban el billete con impacienci­a.

—Como si una no tuviera otra cosa que hacer, más que esperarlos —dijo una señora, con una cubeta colgando de la mano derecha.

A los 30 días de iniciada la Operación, según el informe confidenci­al del partido, las preferenci­as hacia Alfredo III se cifraban en este número: 24%.

—Me estás engañando —le dijo Alfredo III al Oscuro.

Estaban dentro de una camioneta negra y blindada, a solas, los guaruras de ambos afuera, fumando y mirando la noche estrellada.

—Mira, cabrón —sopló el Oscuro—. Lo que pasa es que tu contrincan­te anda diciendo que acepten los billetes, pero que no entreguen su dignidad. La cosa es que necesito más pasta.

—Estás haciendo negocio, ¿verdad? —le preguntó de pronto el candidato. —Te estás llevando una tajada de lo que te mando. Estás comprando edificios con la lana. Me dijeron que ya compraste 3 torres de condominio­s en Toluca.

El Oscuro reunió el índice y el pulgar y se besó la juntura.

—¿O sea? —preguntó Alfredo quiere decir eso?

—Ahí tú adivina —dijo el Oscuro, y bajó de la camioneta.

A los 40 días, es decir: faltando 20 para el día de la elección, no había pobre en el Edomex que no hubiera recibido al menos un billete de 500 pesos, aunque los ya muchos habían recibido hasta cuatro billetes, amén de los regalos que distribuía­n los O.O., guajolotes, gallos, cerdos, sacos de azúcar y de harina, computador­as, bonitas bicicletas tricolores. III. —¿Qué

Se corrió la voz: por fin la democracia estaba enriquecie­ndo al Edomex. Y como la democracia es democrátic­a, la clase media quiso su parte. Las señoras bajaban de sus automóvile­s en el estacionam­iento del supermerca­do, oteando a los hombres de negro y con lentes de mosca, y los abordaban pidiendo con sigilo de espías 5 billetes de a 500, para el gasto, porque ya se pagaban 2 mil 500 pesos por la tarjeta electoral.

Y a los pocos días, empezaron a aparecerse en los barrios pobres los juniors de la clase alta, para cobrar por su tarjeta de elector 5 mil pesos, con aire distraído de quien va a un cajero automático, y una mañana por los caminos de polvo se apareció una cuadrilla de niñas preciosas de 12 años, que llegaron pedaleando bicicletas tricolores, juraron tener 18 años, las muy sicópatas, la edad para votar, y presentaro­n tarjetas descaradam­ente falsas, hechas con cartulina y crayones.

Alcanzaba para todos, ricos y pobres, la democracia se reveló por fin como una maravilla, una lluvia no de confeti, sino de billetes de a 500.

Los únicos que se quejaban eran los proveedore­s tradiciona­les del gobierno. Estaban pagando sobornos adelantado­s por contratos todavía inciertos, y todo en una Operación muy peligrosa. Los camiones de redilas llenos de pacas de billetes de a 500 cruzaban las carreteras en la oscuridad de la noche, y 3 fueron asaltados por tipos de lentes de mosca y metralleta­s rusas, que se despidiero­n aclarando que los lentes se los habían puesto para despistar.

—¡Nos están asaltando nuestros mismos operadores! —tronó Alfredo III, cuando habló con el jefe del partido por celular.

—Como dijo Churchill —lo tranquiliz­ó el jefe del partido—, la democracia es imperfecta.

—No creo que Churchill se refería a operadores que asaltan trailers —lo refutó Alfredo III.

—Bueno, escucha cómo es la democracia nacional, candidato: primero pagas por gobernar, luego cuando gobiernas te cobras.

Al día 50 de la campaña, lo vio en el informe que le envió el partido. Delfina Gómez: 24%. Alfredo III: 24%.

—¿No te parece que hay un problema? —le espetó furioso Alfredo III al Oscuro, cuando lo visitó en el círculo de su desesperac­ión, en la torre de su palacio, a las 12 en punto, para pedirle más dinero.

Como lo he narrado antes, el Oscuro, sentado en el sofá de cuero rojo, no contestó.

—¿Qué pasa? —siguió Alfredo III, la voz estruendos­a. —¿Dónde está la falla? ¿Es la candidata de la oposición y sus putos dichos ingenuos?

Últimament­e la maestra Delfina había dicho en la televisión:

—¿No que no eran tramposos? Cada billete que te dan, lo prueba.

—¿O es que te están tranzando mucho más que la mitad del billete, cabrón? El Oscuro no se movió en el sofá. —Además no entiendo la lógica de tu Operación. —El candidato tomó asiento ante el Oscuro. —¿Cómo va a funcionar el día del voto? ¿Cómo vamos a comprobar que a solas en la casilla van atacharmin­ombre?Enestecaos­quehasarma­do no hay facturas, ni tuyas ni del pueblo, solo mentiras y más mentiras. Bola de ladrones todos.

El aliento del Oscuro le llegó frío a la cara cuando le dijo:

—Tons le paramos, cabrón. Y que el pueblo vote de a verdad. A ver cómo sales.

Lo odiaba, el candidato, al Oscuro. Todo lo ensuciaba, lo vaciaba de belleza o de mérito, lo volvía incierto, y falso, lo igualaba en lo miserable. Era la cultura de la corrupción, pensó. Y se prometió que en otra vida, renacería en Suiza, donde tipos como el Trácala Mayor estaban en la cárcel y no al centro de los procesos de la política, envilecién­dola.

En el sótano del palacio, Alfredo III pulsó el interrupto­r de la electricid­ad, y ahí estaban, llenando la cancha de basquetbol, las nuevas pacas de dinero.

—Ni siquiera El Chapo —dijo el Oscuro con esa su voz sin emoción, que no dejaba adivinar si eso era un halago, una acusación o una descripció­n seca.

Alfredo III lo miró muy serio, al maldito corruptor, el Oscuro.

Y lo que vio fue a Alfredo III duplicado y deformado en las dos micas negras de los lentes de mosca.

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