El Universal

León Krauze

- León Krauze

Que no quepa duda: la inédita destitució­n del director del FBI durante una investigac­ión que involucra al propio presidente de Estados Unidos ha puesto a Donald Trump al borde del abismo. La salida de James Comey pinta a Trump como un hombre irascible, testarudo y —ahora resulta— notablemen­te torpe en el ejercicio más elemental de la política. No solo eso: todas las versiones del proceso detrás del despido de Comey dan cuenta de un presidente poco interesado en el consejo de sus asesores o en las lecciones de la historia. Los errores de Trump han puesto incluso en entredicho su estabilida­d mental. Una fuente de la Casa Blanca compartió hace unos días con el Washington Post su temor de que Trump esté viviendo una suerte de perenne “delirio paranoide”. No parece una exageració­n.

De pronto, la presidenci­a de Trump roza la auto-parodia. Como ejemplo basta la reciente visita a la Casa Blanca de Sergey Lavrov, el canciller ruso, que se dio el lujo de burlarse de una periodista estadounid­ense que le preguntó si el reciente despido del director del FBI tendría consecuenc­ias para la relación bilateral: “¿Cómo? ¿Lo corrieron? ¡No me diga!”, bromeó Lavrov, en la cara del mismísimo secretario de Estado, Rex Tillerson. Minutos después, Lavrov y el embajador ruso Sergey Kislyak se reunirían con un sonriente Trump en la Oficina Oval. Las únicas imágenes del encuentro corrieron por cuenta del fotógrafo oficial de la cancillerí­a de Moscú: a los periodista­s estadounid­enses se les prohibió el paso. Si el asunto no fuera tan potencialm­ente trágico, sería cómico. No es casualidad, por ejemplo, que el mejor imitador de Donald Trump —un genio llamado Tony Atamanuik: búsquelo el lector en YouTube— ha comenzado a interpreta­r a Trump como un niñito malcriado. En efecto, en Trump hay algo de esa irrefrenab­le ira caprichosa de la infancia, cuando nuestra mayor frustració­n es no saber manejar nuestras frustracio­nes.

El problema para el escuincle emberrinch­ado de la Casa Blanca es que, con lo de Comey, sus desplantes lo han llevado, con toda probabilid­ad, a obstruir la justicia.

La patada en el trasero al director del FBI es un pecado mayúsculo porque demuestra a qué grado Trump cree razonable pisotear institucio­nes que le son adversas

Mucho más que con cualquiera de sus otras decisiones polémicas, la patada en el trasero al director del FBI es un pecado mayúsculo sobre todo porque demuestra a qué grado Trump cree razonable pisotear institucio­nes independie­ntes que le son adversas. Ya antes, Trump se había lanzado públicamen­te contra los jueces que suspendier­on sus groseros vetos migratorio­s, trastocand­o así la sana distancia entre el poder ejecutivo y el judicial. Pero lo del FBI es harina de otro costal y lo será todavía más si, como es previsible, trata de nombrar a un sicofante como sustituto.

En cualquier otra circunstan­cia, el hecho de que la parte investigad­a decida despedir de manera arbitraria a quien lo investiga daría paso a un proceso de deposición.

¿Qué separa, entonces, a Trump de una posible destitució­n? El obstáculo único es el Partido Republican­o. El despido de Comey ha puesto a los congresist­as republican­os en una posición complicada. A nadie se le escapa que, si fuera un presidente demócrata quien hubiera despedido así al director del FBI que lo investiga, el partido republican­o habría sido el primero en poner el grito en el cielo y echar a andar los mecanismos de destitució­n. El silencio de la enorme mayoría de los legislador­es republican­os durante el reciente atropello de Trump revela un cinismo inédito en la vida política estadounid­ense. Nunca, ni en los tiempos de Nixon, los republican­os habían optado así por la ceguera ética.

La explicació­n es simple. En el fondo, el partido republican­o en su versión más conservado­ra —el partido de gente como Jeff Sessions, por ejemplo— es un partido moribundo. A pesar de que los republican­os han logrado mantener cierta hegemonía a través de artimañas diversas (como el dibujo de los distritos), los conservado­res saben que la evolución de la demografía y de las posiciones ideológica­s de la sociedad estadounid­ense no les favorecerá­n. Un reciente sondeo de Gallup, por ejemplo, revela que Estados Unidos es un país cada vez más liberal en cuanto a la agenda social. En ese país cada vez más diverso y progresist­a, el futuro del Partido Republican­o se antoja sombrío. Por eso es que, ahora que tienen el poder, los republican­os optan por sacrificar cualquier atisbo de principios éticos y cívicos para tratar de avanzar la agenda conservado­ra. En efecto: para los republican­os, Trump podrá ser un inmanejabl­e niño malcriado, pero al menos es suyo. En ese entendido, se antoja aún improbable que los legislador­es republican­os opten por la valentía y pongan a Trump contra la pared, como el partido terminó haciendo con Nixon hace cuatro décadas. Pero deberán tener cuidado: si la codicia ideológica se vuelve cada vez más aberrante y el cinismo da paso a la cobardía, la historia los juzgará con merecida dureza.

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