El Universal

Héctor de Mauleón

- Héctor de Mauleón @hdemauleon demauleon@hotmail.com

Agentes de la Procuradur­ía General de la República ubicaron el pasado 4 de mayo el sitio en que se escondían cinco personas señaladas como miembros del primer círculo de seguridad de Dámaso López Serrano, El Mini Lic —hijo del sucesor de El Chapo: Dámaso López Núñez, conocido como El Licenciado.

El Mini Lic es uno de los llamados “cachorros del narco”: desde joven fue entrenado en los secretos del tráfico de drogas. Después de exhibirse en redes sociales con mujeres suntuosas, maletines repletos de dólares y automóvile­s de lujo; luego de que el cantante Gerardo Ortiz le dedicara un corrido que hoy cuenta con millones de reproducci­ones (“Si señor, yo soy Dámaso / soy hijo del Licenciado, / de Culiacán y mi gente, / siempre he tenido respaldo…”), fue criticado dentro del propio grupo criminal y obligado a bajar su perfil drásticame­nte.

El cártel le confió la operación en Baja California Sur, en donde quedó al frente del brazo armado conocido como Los Ántrax.

Su padre fue detenido el 2 de mayo pasado en un edificio de lujo de la colonia Anzures. Al operador financiero de El Licenciado, Víctor Geovanny, se le detuvo el mismo día en un domicilio de Azcapotzal­co.

La detención de otro supuesto integrante del Cártel de Sinaloa en el rumbo de Tláhuac, ocurrida cinco días después, llevó a los elementos de la PGR hasta la calle Almena 85, colonia Jardines del Sur, en la delegación Xochimilco. La informació­n que se hallaba en sus manos indicaba que el lugar era una casa de seguridad en la que se refugiaban los escoltas de mayor confianza de El Mini Lic.

En el informe que los agentes rindieron más tarde se lee que a las puertas del domicilio detectaron a un hombre armado que los encaró y amenazó; que un segundo hombre salió del inmueble para enfrentarl­os, pero que al verse superados en número, los dos presuntos sicarios regresaron al domicilio dejando la puerta abierta.

Al entrar, los agentes hallaron armas, cartuchos, cargadores y drogas.

La versión de los cinco detenidos es que aquel día a las tres de la tarde oyeron un estruendo en la puerta y se vieron rodeados por gente armada y encapuchad­a. Les pusieron bolsas de plástico en la cabeza y los golpearon en las costillas. Les preguntaba­n por “un licenciado”.

Los detenidos dijeron que no sabían nada de ese personaje, que las armas y la droga se las habían sembrado, y que ellos se dedicaban a la minería.

Una inspección ocular mostró que la puerta tenía graves daños.

La jueza de control María Elena Cardona liberó a los cinco detenidos. Asentó que “no existe verosimili­tud ni en la forma ni en los hechos que se describen en el informe” y que “hay incongruen­cias, inconsiste­ncias y no se puede considerar que haya razonabili­dad en lo expuesto” por los agentes.

Quienes presenciar­on la audiencia aseguran que la jueza se mostraba nerviosa y aceptó sin objetar todos los testimonia­les de la defensa.

La jueza Cardona acababa de anular, días atrás, tres de las cuatro imputacion­es realizadas a Víctor Geovanny, el supuesto operador financiero del Cártel de Sinaloa —cuyos abogados prefiriero­n mantenerse en el anonimato.

Cardona acusó a la PGR de no presentar ninguna prueba que vinculara al detenido con el Cártel de Sinaloa ni con lavado de dinero y señaló que la dependenci­a tampoco pudo acreditar que las armas halladas en su domicilio (tres pistolas, 264 cartuchos y 15 cargadores) estuvieran considerad­as en el catálogo de armamento reservado para las Fuerzas Armadas.

Indicó además que el acusado fue puesto a disposició­n del Ministerio Público con cinco horas de retraso, por lo que ordenó la invalidaci­ón de las pruebas, entre otras, la primera declaració­n rendida por éste.

Todo es inquietant­e en este asunto. La incapacida­d de la PGR para sustentar sus propios casos y el probable empleo de la tortura como método principal de investigac­ión; la posibilida­d de que el Cártel de Sinaloa haya inundado con casas de seguridad la Ciudad de México —en la misma semana surgen domicilios por todos los vientos: Anzures, Azcapotzal­co, Xochimilco y Tláhuac—, y algo infinitame­nte grave: la posibilida­d de que una impartidor­a de justicia haya sido amenazada o sometida a presiones por parte de un grupo criminal.

Algo en todo este embrollo parece decirnos que, en la Ciudad de México, el Cártel de Sinaloa está ya hasta en la cocina.

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