El Universal

Del auditorio a cinco ‘aztecas’

- Por MANUEL GIL ANTÓN

La reforma de la educación básica y media ha sido el tema central del hacer y decir del gobierno. Es normal que haya acaparado el espacio en todos los foros y medios: por su importanci­a, sin duda, y en relación directamen­te proporcion­al a los desatinos de los aprendices que se consideran redentores de la patria escolar.

El nivel superior, entonces, ha pasado inadvertid­o durante 5 años, aunque no del todo: el 9 de mayo, el maestro Jorge Valls, secretario general ejecutivo de la Asociación Nacional de Universida­des e Institucio­nes de Educación Superior (ANUIES), publicó en estas páginas una reflexión sobre la profesión docente. “El docente —afirmó— es el pilar fundamenta­l de la formación de los estudiante­s, para ‘darles’ la mejor preparació­n académica y una formación integral que les permita ser mejores ciudadanos, en el entendido que el desarrollo profesiona­l del docente ‘sustenta’ el buen desarrollo del estudiante”. Además de esta lamentable definición que concibe al profesor como el actor que da, prepara, forma y sustenta a ese otro, el estudiante, pasivo, ignorante, carente, urgido de muletas que lo sostengan, dio a conocer cifras oficiales sobre los académicos en las institucio­nes de educación superior del país.

En 1960, había 10 mil profesores universita­rios. Valls, con datos del ciclo 2015-2016, afirma que ya son, casi, 400 mil. Si 56 años después contamos con 390 mil académicos adicionale­s, una división arroja que han sido necesarias, como promedio anual, 6 mil 840 contrataci­ones. No es poca cosa: equivale a incorporar a 19 personas cada día, incluyendo sábados, domingos y fiestas de guardar. Cabían antes en el Auditorio Nacional; hoy repletaría­n cinco veces el Estadio Azteca renovado.

De esa magnitud ha sido la incorporac­ión del personal académico que, de acuerdo a otra noción de docencia, con base en el conocimien­to que tienen, han de ser capaces de generar, junto a los estudiante­s, relaciones, estrategia­s y ambientes de aprendizaj­e que permitan, justo en y por ese vínculo, avanzar en el conocimien­to de todos, sin excluir a los propios docentes: el que “enseña”, dice el sabio, aprende dos veces.

Sólo 24% tienen tiempo completo (96 mil) y contratado­s por horas-pizarrón hay 300 mil, que se encargan de 50% de los cursos, sobre todos los iniciales. Muchos son trabajador­es a destajo que, al acumular clases a la semana, se convierten en docentes de tiempo repleto. Otros, profesioni­stas con empleo en mercados alternos, dan alguna clase sin que lo que perciben sea la base del ingreso familiar.

45% tiene una antigüedad en el oficio de cuatro años o menos. Si se distingue por régimen, público o privado, en el sector de escuelas particular­es son 6 de cada 10 los que tienen poca antigüedad, lo que indica una mayor rotación asociada a peores condicione­s laborales. La otra mitad concentra a una buena parte en edades cercanas a la jubilación que, en general, los desbarranc­a económicam­ente. Seguirán ahí hasta que el cuerpo aguante.

Para ser docentes, lo que se les ha pedido es un certificad­o de estudios: que conste que sepan. ¿Y saber enseñar, o mejor, ser diestros en la creación de ambientes de aprendizaj­e? Eso es fácil, cualquiera lo puede hacer. Craso error: en la educación superior mexicana tenemos, además de la planta académica estratific­ada, una falla pedagógica común. En pocas palabras: para la docencia, los profesores de la educación superior somos, y hemos sido, improvisad­os. Nos urge aprender de, y con, los colegas especialis­tas, ellos sí, en el oficio docente. ¿Una profesora de primaria, normalista, acompañand­o a un doctor para que aprenda a organizar sus clases? Sería genial, pero hay un problema: implica pensar en lo que viene siendo una reforma educativa en serio, y, lástima, eso sí que no se lo maneja este gobierno.

Profesor del Centro de Estudios Sociológic­os de El Colegio de México. @ManuelGilA­nton mgil@colmex.mx

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