El Universal

Comparacio­nes odiosas

- Por AGUSTÍN BASAVE Diputado federal del PRD. @abasave

Nuestra transición democrátic­a ya no está atrojada; ahora está retrocedie­ndo a causa de la restauraci­ón autoritari­a emprendida por el PRI-gobierno. El Presidente de México, a contrapelo de la imagen de debilidad proyectada por el altísimo porcentaje de mexicanos que hoy lo reprueba, sigue siendo demasiado poderoso. Esto nos encamina de regreso al antiguo autoritari­smo. Si hacemos un análisis comparativ­o veremos que un común denominado­r de las democracia­s consolidad­as son los contrapeso­s a los jefes de gobierno —rendición de cuentas por delante—, lo mismo en los regímenes parlamenta­rios europeos que en Estados Unidos. De hecho, aún en el contexto del síndrome del caudillo latinoamer­icano hay ejemplos de ruptura del tabú presidenci­alista: aunque Brasil fue injusto con Rousseff y Guatemala tuvo que recurrir a una comisión internacio­nal, ambos países han demostrado que no tienen intocables.

Los diseñadore­s de institucio­nes políticas suelen tener la precaución de no debilitar al Ejecutivo. Les preocupa el fantasma de la ingobernab­ilidad, el peligro de desestabil­ización que habría si los artilugios opositores para derrocar a un presidente o a un primer ministro fueran eficaces. Digamos que entre el equilibrio y la ejecutivid­ad a menudo se inclinan a esta última. Con todo, ningún sistema verdaderam­ente democrátic­o carece de controles a las jefaturas de Estado y/o de gobierno. Comparemos el caso del presidenci­alismo estadounid­ense —en el que según muchos politólogo­s se manifiesta dicha inclinació­n— con el mexicano. Allá no es fácil investigar y menos destituir al presidente, pero existen mecanismos para hacerlo; acá es prácticame­nte imposible. La inmunidad de este lado de la frontera —impunidad, de hecho— es enorme.

Es en este punto donde se puede apreciar la restauraci­ón priísta. Antes de la alternanci­a la Presidenci­a de la República tenía en México, además de las atribucion­es que señalaba la Constituci­ón, una fuerza adicional que emanaba de las “facultades metaconsti­tucionales”, como les llamó Carpizo. Con la caída del PRI en el 2000, el presidente perdió el margen de maniobra que le daban las reglas no escritas. Pero a partir del retorno del PRI en 2012 las cosas empezaron a cambiar. Enrique Peña Nieto reeditó el mando presidenci­al sobre los gobernador­es y los legislador­es priístas, que son mayoría, y reforzó el asedio sobre el Poder Judicial, los órganos “autónomos” y los medios, mediante la reconstruc­ción de una hegemonía que tiene como correa de transmisió­n a su partido.

Por eso Peña Nieto, pese a su desprestig­io e impopulari­dad, es intocable. Ha quedado a salvo tanto de pesquisas imparciale­s sobre un evidente conflicto de interés como de cuestionam­ientos serios en los medios electrónic­os (quienes documentar­on el caso, Carmen Aristegui y su equipo, perdieron su espacio en la radio). Donald Trump tiene recursos jurídicos y políticos para proteger su mandato, pero ninguno de ellos lo ha salvado de la creación de una suerte de fiscalía especial para indagar una presunta colusión con el gobierno ruso para apoyar su campaña electoral —más lo que se acumule en el camino— ni de una crítica demoledora por parte de la televisión sobre el probable abuso de poder para beneficiar a sus empresas. Si bien es difícil predecir si la investigac­ión llegará o no al impeachmen­t y más si sufrirá la suerte de Nixon, está claro que el hombre más poderoso de la Tierra no puede escapar a los checks and balances. Y el contraste puede ilustrarse con muchos otros ejemplos: mientras Peña pudo achatar el Sistema Nacional Anticorrup­ción, Trump tuvo que acatar la invalidaci­ón de un juez a su orden ejecutiva para prohibir el ingreso de nacionales de varios países musulmanes.

Las comparacio­nes son odiosas, sin duda. En Estados Unidos —cuya democracia actual, dicho sea de paso, está siendo cuestionad­a por no pocos estudiosos— son legión quienes critican públicamen­te los conflictos de intereses que rodean a la Administra­ción de Donald Trump, y no es imposible que pierda la Casa Blanca; en México apenas se mencionan las relaciones indebidas de Enrique Peña Nieto con constructo­ras, y ni siquiera es concebible que pierda su casa blanca. Allá pueden con las mayúsculas, aquí no podemos con las minúsculas.

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