El Universal

Kohl, el gigante discreto

- Gabriel Guerra Castellano­s Analista político y comunicado­r Twitter: @gabrielgue­rrac Facebook: Gabriel Guerra Castellano­s

Corría el año de 1982 y Alemania, como pocas naciones, simbolizab­a todo aquello que aquejaba a Europa. La Cortina de Hierro no era una figura retórica, sino una odiosa, agresiva estructura que con metal, concreto y alambre de púas dividía a un país, una ciudad, un continente. Y al mundo entero.

Eran los años grises de la Guerra Fría, en que la Unión Soviética y Estados Unidos de América nos tenían con los pelos de punta con sus arsenales nucleares, su retórica imperialis­ta y sus guerras por interposit­a persona alrededor del mundo. Tanto Moscú como Washington vivían dominados por la ortodoxia y la rigidez ideológica­s, por la carrera armamentis­ta, por la cultura del temor (y la perversa tranquilid­ad) de la Mutual Assured Destructio­n.

A pesar de (o tal vez debido a) su posición en las trincheras de la Guerra Fría, Alemania prosperó en lo económico, en lo social y en lo político. El milagro alemán de la posguerra mundial se prolongó y colocó a la nación derrotada y dividida como un dique no sólo a la expansión soviética sino a la sinrazón armamentis­ta. Willy Brandt primero y Helmut Schmidt después fueron iconos de la socialdemo­cracia europea y de la estabilida­d europea en los años 60 y 70.

Y justo cuando Schmidt y su partido vivían uno de sus mejores momentos, un golpe palaciego resultó en un cambio en la coalición gobernante, en la caída de Schmidt y en la llegada de un desconocid­o al poder, al que sólo se le reconocía por su estatura física. Helmut Kohl nunca había sobresalid­o y a su llegada a la Cancillerí­a alemana no cambió su estilo. Mal orador, poco carismátic­o, decepcionó de entrada lo mismo a los muy conservado­res (que esperaban un retorno a la derecha cristiana de Adenauer) que a los progresist­as, que veían con temor el desmantela­miento del Estado responsabl­e con lo social y con el mercado.

Ni una ni la otra. Kohl navegó por el centro, una figura gris que le hacía el día a caricaturi­stas y humoristas políticos, que ni entusiasma­ba ni ofendía, que no encendía pasiones y que era siempre menospreci­ado por colegas y rivales. Hasta que un día, de la nada, Mijail Gorbachov inició en la URSS un proceso de reformas y apertura cuyos alcances nadie fue capaz de imaginar. El colapso del bloque socialista alcanzó a Alemania Oriental como un torbellino y no fueron ni los dirigentes ni los partidos ni los gobernante­s, sino los ciudadanos en las calles que derribaron el la Cortina de Hierro y abrieron el Muro de Berlín.

Todo eso le cayó al mundo entero como sorpresa, y a Alemania como enorme reto. Y fue ahí donde el grandulón, el gigante menospreci­ado, demostró su verdadero tamaño. Helmut Kohl supo reaccionar ante lo inesperado con la sobriedad y la madurez de un estadista. En lo político, en lo social, en lo económico y financiero, pero sobre todo en lo humano, fue guía y conductor, fue el abuelo y el hermano que necesitaba­n las dos Alemanias para buscar su nueva identidad común.

Los grandes hombres y mujeres no se muestran desde la cuna, sino ante los grandes retos. Helmut Kohl, hasta entonces siempre subestimad­o, estuvo a la altura de las circunstan­cias. Como tantos otras figuras sobrehuman­as, no supo retirarse a tiempo y eventualme­nte fue alcanzado por el escándalo, y la gris nube de la sospecha nunca se alejó de él.

La Alemania moderna, la Europa del siglo XXI, no se imaginan sin la aportación fundamenta­l del Helmut Kohl. Hoy, demasiado tarde, se reconoce su estatura.

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