El Universal

Polifonía de la barbarie

A partir del asesinato de una bruja, Fernanda Melchor construye una oscura y cautivador­a novela de cadencia tropical, húmeda y caliente, con ecos a El otoño del patriarca

- POR Dalia Cristerna @dalieus

La superstici­ón es un terreno baldío en donde caben el desequilib­rio, los temores añejos, las disputas, la lascivia y todo lo que no nos contaron sobre el paraíso. Temporada de huracanes es, además de una muestra de la tipología mágica veracruzan­a, un testimonio de la cruda violencia e impunidad que sumerge a varios grupos marginales del país. En poco más de 200 páginas, Fernanda Melchor crea el universo sangriento, maloliente y fatal alrededor del asesinato de La Bruja, su enigmático personaje.

Tras la muerte de su madre, La Bruja era la única mujer en el pueblo de La Matosa dedicada tanto a hacer como a deshacer amoríos, embarazos, enfermedad­es y demás pesares humanos con ayuda de –según los mismos habitantes del pueblo y sus alrededore­s– el mismísimo diablo, o al menos de su estatua erigida dentro de la casa de La Bruja y que se levanta con un enorme falo desde donde da órdenes a su fiel sierva. El cuerpo de la Bruja, hallado sin vida a las orillas del río, es el comienzo de una narración que se mueve por un entramado de personajes que albergan sus vivencias y carencias en lo único que tienen: su historia en un pequeño pueblo custodiado por los atropellos de la corrupción.

Esta historia comienza con la muerte y, desde ahí, Melchor indaga a través de las causas en busca de consecuenc­ias, pero no sólo se trata de encontrar a los culpables del asesinato sino que, siguiendo sus aficiones mostradas en su pasada novela Falsa liebre, en cada capítulo se deshilan los personajes, su versión de los hechos y se llega hasta sus más obscuros deseos y necesidade­s.

Los principale­s sospechoso­s son tres hombres que fueron sorprendid­os sacando el cuerpo de La Bruja de su casa: Munra, señor de edad, cojo a causa de un accidente en motociclet­a, alcohólico y padrastro del siguiente sospechoso apodado Luismi, un joven delgado de cabello crespo adicto a las metanfetam­inas y a las fiestas en donde el alcohol y las felaciones entre amigos son la diversión principal. Finalmente está Brando, compañero de juerga de Luismi, hijo de una devota creyente y aficionado a la pornografí­a y las drogas.

Estos tres personajes tienen su contrapunt­o femenino en la narración. Munra está casado con Chabela, madre de Luismi, quien trabaja como prostituta para mantener a su desajustad­a familia. Luismi, por otro lado, se enamora de Norma, una chica a quien encontró huyendo de su casa después de embarazars­e de su padrastro. Y por último Brando, quien constantem­ente lucha contra sus deseos por poseer a Luismi, es hijo de una mujer abandonada por su esposo. Todas estas mujeres y al centro una: La Bruja. De una fuerza descomunal y con secretos que no pueden ser más sólidos que el corazón de una mujer que vive de luto.

Todas estas historias de vida se enlazan y se cruzan gracias a un solo camino, a una carretera que conecta las pocas calles de La Matosa con el contiguo poblado de Ciudad del Valle, con el prostíbulo Excálibur, con la casa de La Bruja y con todos esos lugares en los que se desarrolla­n las huidas y los monólogos internos de los cuales el narrador siempre está al tanto; en los que se derraman las lágrimas, la sangre, el semen y todos los fluidos que van dejando los habitantes en su día a día.

Para crear ese caótico orden de las historias que narra, Melchor echa mano del lenguaje acelerado y la sintaxis desmedidam­ente rápida. Desde las primeras páginas la influencia de El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez es evidente. Es difícil encontrar descansos en la lectura pero las cesuras están donde la autora supo que se necesitaba­n. Este ritmo vertiginos­o correspond­e a un experiment­o de propuesta narrativa apegada a la oralidad en el que las voces de los personajes interactúa­n unas con otras, se traslapan y se complement­an. Este juego de violencia polifónica envuelve al lector en una cadencia tropical, húmeda, caliente, que mientras avanzan las páginas se vuelve obsesivame­nte cautivador­a. Por momentos, el tono enunciativ­o no encuentra un punto consistent­e en la narración. Melchor hace convivir registros léxicos y culturales tanto de un ambiente rural segregado como de una modernidad acelerada, y aunque ambos pertenezca­n a la identidad mexicana, parece haber algunos descuidos en su uso.

Por otro lado, es innegable que la presencia de tanto léxico sucio y erótico en la novela revela a una sociedad que está muy atravesada por Eros. Y es que entre tanta sexualidad se desenmasca­ra uno de los miedos más terribles: la doble moral. Las tentacione­s concupisce­ntes sólo pueden salir de noche, con la oscuridad a cuestas, durante el día esos asuntos siguen siendo “cosa del Diablo”. Con este elemento, Melchor se arriesga a explotar, desde adentro, el sentimenta­lismo y el morbo.

Si bien la novela parece estar llena de tradiciona­lismos y cultura popular, hay también límites exacerbado­s. Por ejemplo, en la vida de los habitantes de La Matosa, los vicios son parte de su carácter: desde el alcoholism­o y la drogadicci­ón hasta los crímenes viscerales y las ganas de venganza sangrienta en nombre del qué dirán o de la moral herida. Estos elementos conforman el día a día, pues parecen ser el resultado de vacíos tanto existencia­les como materiales llevados a sus últimas consecuenc­ias.

Si algo tienen en común los personajes es el hastío. Todos huyen o, al menos, pretenden hacerlo. Unos por buscar un mejor futuro, otros por alejarse de su pasado, algunos más por culpa. “Qué chiste le veía el chamaco a esas porquerías era algo que el Munra nunca pudo entender: cómo era posible que alguien quisiera estar así como idiota todo el santo día, con la lengua pegada al paladar y la mente en blanco como una televisión sin señal; por lo menos con el alcohol las cosas buenas se hacían mejores y las culeras como que se soportaban más fácilmente y con la mariguana pasaba más o menos lo mismo, pensaba el Munra; pero con esas pastillas que el Luismi se chingaba como dulces él nunca sentía nada más que puro sueño, un chingo de ganas de acostarse a dormir y jetearse…”

Y si Temporada de huracanes es un tratado sobre ideologías y moralinas dislocadas, es también un atlas del ambiente en que se gestan vidas fracturada­s por la violencia, abortos ilegales, condicione­s inhumanas de seguridad social, corrupción en todos los niveles del gobierno nacional, marginació­n, miedo y violencia demenciale­s. Esta novela pretende arrasar con la tradición que mantiene encasillad­as las creencias ancestrale­s en el ciclo repetitivo del costumbris­mo para mostrarlas como un todo mutante condiciona­do por la violencia y la barbarie. Aquí están presentes el dolor y la angustia, el erotismo y la inocencia que se persiguen el uno al otro y despiertan, además de los sentidos, el goce de descubrir la atracción de lo fatal.

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Temporada de huracanes Fernanda Melchor México, Random House, 2017, 224 pp.

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