Fuego en la Cineteca
Una casa ubicada en el Pedregal de la Ciudad de México le da título al más reciente libro de Ana García Bergua, novela de aprendizajes que, con humor, entrelaza dos historias y un incendio, el ocurrido en la Cineteca Nacional en 1982
Historias de fantasmas y almas en pena hay muchas. Ahí están como muestra, y de muy diversa índole, la Divina Comedia, Pedro Páramo, El maestro y Margarita, o ese antecedente en la bibliografía de la propia Ana García Bergua: Rosas negras (2004), en la que el alma de Bernabé Góngora, al morir su envoltura corporal, se queda enredada en el candil de un restaurante porfiriano en lugar de irse al más allá. Sólo que en la mayoría de las obras de corte fantástico que tocan el tema de lo sobrenatural suele prevalecer una mirada grave y dolorosa. No así en Fuego 20, la más reciente novela de la escritora mexicana Ana García Bergua (1960) para quien el humor y una mirada irreverente nunca están peleados con la reflexión incisiva.
Novela de aprendizaje existencial y al mismo tiempo fogosa comedia de enredos, Fuego 20 combina dos tramas: la de Saturnina de los Ángeles, o Nina, una muchacha próxima a cumplir los 20 años, opacada y temerosa de la vida, y la de Arturo, un joven de provincias que viaja a la Ciudad de México para continuar sus estudios. Lejos de protagonizar una historia de amor, cada uno de ellos seguirá las peripecias de su propio devenir hasta que coincidan en el terreno en ruinas de ese infierno que, sin lugar a dudas, debió de ser el incendio de la Cineteca Nacional a principios de los 80. Un encuentro por demás extraño pues sólo uno de ellos tendrá apariencia humana mientras el fantasma del otro estará atrapado en un objeto pequeño que el fuego no pudo devorar.
Para entonces la novela ya habrá corrido de manera vertiginosa, divertida, sorprendente en una estructura compleja que sólo el oficio de la autora sabrá conducir con la dosis necesaria de ligereza e intriga. Capítulo a capítulo las dos tramas se alternan: una corriendo en tiempo retrospectivo (la de Nina), la otra en sentido cronológico (la de Arturo), hasta entrelazarse en una puesta en remolino que mucho tiene de vértigo y delirio: de éxtasis narrativos en crescendo para culminar en una vorágine verbal capaz de incendiar nuestra imaginación más corpórea. Una cierta fascinación luciferina que tal vez no esté alejada de otro de los motores de la historia: la presencia de un Mefistófeles sui generis, encarnado en un misterioso y seductor Sr. Modeoni, encargado de la venta de una casa enclavada en el Pedregal: Fuego # 20, que será motivo central del libro, así como de otros bienes no por inmateriales menos codiciables.
Nada más ver la casa, como la dorada promesa de los sueños que compartía con el tío Rafa, piloto aviador cuya muerte temprana dejará en la orfandad emocional a nuestra protagonista, nada más conocer a Felipe Modeoni con sus ojos de color indefinido y su temperatura hirviente, para que comience la metamorfosis de esta particular faustina. Y de ser Saturnina de los Ángeles o Nina para los conocidos, muy pronto pasará a transformarse en la sensual, rebelde, vital Ángela Miranda, capaz de decirle: "quítate que ahí te voy". Más que un alter ego, nos encontramos ante una presencia arrolladora, que logra someter la personalidad opacada de Nina, una suerte de Miss Hyde que muy pronto habrá de llevar a su Madame Jekyll por los caminos de la lujuria, la avaricia y la perdición, pero también a una existencia más rica y compleja que tanta falta le hacía al personaje primario. Será este particular pacto con su Mefistófeles —Modeoni, el enigmático nombre de resonancia italiana, en realidad anagrama de Demonio—, el que le permitirá convertirse en alguien mucho más arrojado y atrevido como cuando se las arregla para regresar a tomar fotos a Fuego 20:
“Esa tarde, Ángela Miranda y su Polaroid se estacionaron frente a Fuego 20. Traía el vestido nuevo y los tacones, las medias, la cabellera convertida en un enorme y oscuro algodón de azúcar. Metida en mi personaje, me empezaba a sentir mejor que cuando era yo misma. Esta vez, la sirvienta traía en la mano una charola con dos vasos vacíos. Vengo a tomar fotos, le dije, quedé con el señor Modeoni. A ver espéreme. Y se metió a la casa, pero Ángela la siguió, cerrando tras de sí la puerta de la calle. Ángela era mucho más valiente y arrojada que Saturnina”.
Y cómo no sentirnos seducidos, maravillados, en franca “simpatía por el diablo” si gracias a él, Nina descubre a una suerte de Virgilio en contrasentido que, a través de Ángela —otra vez el juego de opuestos—, le va mostrando otras posibilidades del ser y de la vida, del poder y del placer como cuando la introduce en el grupo Triunfo 70 de Victoria de la Loza y sus pretensiones políticas de gloria y oropel en un pueblo idílico y tan retrógrado como Calipén. Pero sobre todo tentaciones para sumirse en los cielos y ascender a los infiernos del placer… Y en tan lujuriosa medida que Ángela-Nina establecerá relaciones con parejas, tríos y otras formas proteicas por no decir animales fantásticos, cuando la reprimida Nina no había hecho sino desear secretamente que el tío Ra-