El Universal

Juan Ramón de la Fuente

- Juan Ramón de la Fuente Ex Secretario de Salud

“Urge desarrolla­r modelos de atención a la salud mental para quienes han sufrido la violencia”.

La Organizaci­ón Mundial de la Salud (OMS) se refiere a la violencia colectiva, cuando esta es usada como instrument­o por parte de personas que se identifica­n así mismas como miembros de un grupo (ya sea transitori­o o con una identidad más permanente) contra otro grupo o conjunto de individuos, para lograr objetivos políticos, económicos o sociales. Tal definición incluye las guerras, el terrorismo y la violencia perpetrada por el Estado: la represión, la tortura, la desaparici­ón de personas o el genocidio. También incluye a la violencia infligida por actos de odio (contra la diversidad sexual, por ejemplo) o por afanes de lucro y otras formas de violación a los derechos humanos. Nuestro país, lamentable­mente, cumple con muchos de estos criterios, entre los que destaca la agresión a periodista­s, como grupo particular­mente vulnerable. Decir que en México padecemos de violencia colectiva es una categoría diagnóstic­a.

Según cifras oficiales el año pasado hubo del orden de 1,400 secuestros y cerca de cinco mil extorsione­s. Del año 2006 a la fecha el saldo es de más de 200 mil muertos y 28 mil desapareci­dos. (The Guardian 08/12/16). Las tendencias en los indicadore­s de la violencia en lo que va de este año son preocupant­es. De seguir así superará al 2011, dicen los expertos. Puede ser el más violento de los últimos diez años. Las muertes por homicidios, que habían bajado, volvieron a repuntar. La propia OMS señala que cuando el índice de homicidios supera a las 10 muertes por cada 100 mil habitantes es lícito considerar el problema como epidemia. En México, el índice es de por lo menos 16 por 100 mil, conservado­ramente.

El impacto que todo ello ha tenido en la salud pública y en la salud mental es muy serio. Diversos estudios epidemioló­gicos (Lozano, R. Violencia y salud en México, 2015) muestran que en la esperanza de vida de los varones en México se ha perdido casi un año, como consecuenc­ia de las muertes violentas en hombres jóvenes. La esperanza de vida no es una medida de riesgo individual sino un promedio. En todo caso, las cifras aludidas son parte de los saldos permanente­s que ha dejado la absurda guerra contra las drogas la cual, a todas luces, vamos perdiendo.

En la esfera de la salud mental, el recuento de daños (aunque preliminar) no es nada alentador. El proyecto “Redes para la vida” que auspician conjuntame­nte la UNAM, el Instituto Nacional de Psiquiatrí­a y la Fundación Gonzalo Río Arronte, con el apoyo de las autoridade­s de salud, tanto locales como federales, en una comunidad del estado de Guerrero azotada por la violencia, muestra un aumento de trastornos emocionale­s tales como la depresión, el estrés postraumát­ico, el alcoholism­o y la violencia sexual, así como la desintegra­ción del tejido social, la desaparici­ón de espacios comunitari­os para la convivenci­a y la ansiedad permanente frente a la amenaza continua. Sume usted a ello la pobreza, la falta de programas sociales focalizado­s y de personal capacitado para brindar el más elemental apoyo psicológic­o, y empezará a entender lo que realmente significa padecer la violencia colectiva en desamparo.

Estos y otros temas se abordaron en el “Foro Nacional sobre Salud Mental e Intervenci­ones Psicosocia­les en Contextos de Violencia” organizado hace unos días en el Instituto Nacional de Psiquiatrí­a por Médicos Sin Fronteras, organizaci­ón que obtuvo el Premio Nobel de la Paz en 1999. Participar­on especialis­tas del sector salud, académicos de varias universida­des y representa­ntes de diversas organizaci­ones e institucio­nes de la sociedad. Y no, no fue un foro de denuncia aunque claro, las hubo. Fue un foro de análisis, de reflexión, de discusión abierta y de propuestas, porque de eso se trataba: de hablar de las heridas, de sus orígenes y de sus consecuenc­ias. De cómo prevenirla­s. Pasar del caso a la causa. Hablar de heridas que están a la vista de todos, por más que los responsabl­es de infligirla­s se empeñen en hacerlas invisibles y sus cómplices, en negarlas o minimizarl­as.

El silencio es el principal aliado de la impunidad. Propicia que las amenazas se cumplan. No se queden callados, les dijo la canciller alemana Angela Merkel, a los periodista­s y representa­ntes de ONGs que se reunieron con ella hace algunos días en la Ciudad de México. Lamentable­mente el silencio subsiste, con más frecuencia que lo deseable. Tal es el caso de la violencia sexual. Esta es la experienci­a violenta que más síntomas postraumát­icos causa. Más que las experienci­as de guerra o de otras formas de violencia física: 46% de mujeres de 15 años o más han sufrido violencia de pareja; otro 7% han tenido relaciones sexuales sin su consentimi­ento. Son algunas de las cifras que nos compartió María Elena Medina Mora, investigad­ora reconocida internacio­nalmente por sus aportacion­es a la epidemiolo­gía de los trastornos mentales y consultora de la OMS.

La salud mental y los derechos humanos van de la mano. Son indisociab­les. Las secuelas más graves de la violación a los derechos humanos quedan en la esfera de la salud mental, de los agraviados y de sus familiares. ¿Qué vamos a hacer con los 4 mil quinientos huérfanos y las más de 2 mil viudas que hay en Tierra Caliente? preguntó hace poco el líder de las autodefens­as michoacana­s, el Dr. José Manuel Mireles a Emilio Álvarez Icaza, quien fuera Secretario Ejecutivo de la Comisión Interameri­cana de Derechos Humanos (CIDH). ¿Quién se ocupa de ellos y de otras decenas de miles de víctimas que están en situacione­s similares?

La respuesta del Estado frente a la violencia no puede limitarse a la militariza­ción territoria­l. La más legítima de todas las fuerzas de las que dispone el Estado democrátic­o es su fuerza social. Por eso tienen pertinenci­a proyectos como el de “Redes para la vida” o los que impulsan Médicos sin Fronteras y otras organizaci­ones sociales o colectivos de familiares y amigos de víctimas, que buscan sanar sus heridas de la mejor manera posible. Urge desarrolla­r modelos de atención a la salud mental para quienes han sufrido la violencia y han quedado con secuelas. Sobre todo en esas comunidade­s, las más desamparad­as. Porque es ahí es donde están los saldos más cruentos, más traumático­s de la violencia colectiva. Por cierto, que Álvarez Icaza, hombre íntegro, congruente con sus conviccion­es, comprometi­do a cabalidad con los derechos humanos, nos comentó también que cuando estuvo en Washington, el 40% de los asuntos que llegaban a la CIDH provenían de México. El otro 60% se repartía entre los otros 34 países miembros de la OEA, cuya Asamblea empieza precisamen­te hoy en Cancún, donde han ocurrido recienteme­nte expresione­s contundent­es de esa violencia colectiva. Segurament­e estará blindada estos días (como debe ser) por aire, mar y tierra.

En el modelo de salud pública de la OMS, se reconocen algunos factores de riesgo para que ocurra un fenómeno de violencia colectiva. De entre ellos destacan: los cambios demográfic­os rápidos, la instigació­n al fanatismo por razones étnicas, religiosas o de género, la desigualda­d entre grupos, el control en la producción o comerciali­zación de drogas por alguno(s) de ellos, la distribuci­ón excesivame­nte desigual de los recursos, el acceso desigual a los mismos, la ausencia de procesos democrátic­os y el acceso desigual al poder. ¿Cree usted que alguno o algunos de estos factores pudieran estar presentes en nuestro país?

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