El Universal

Alejandro Hope

- Alejandroh­ope@outlook.com @ahope71

“Sorprende la torpeza de los intentos de espionaje. Parecía como si buscaran alertar a sus blancos. ¿Es que tal vez intentaban intimidar y no espiar?”.

Como ya es de conocimien­to general, el New York Times reveló que un grupo de periodista­s, activistas y defensores de derechos humanos en México fue víctima de un intento de espionaje. Sobre el particular, van siete apuntes:

1. En esta historia, hay dos hechos no desmentido­s: a) las huellas de NSO, la hoy célebre empresa tecnológic­a israelí, son visibles en 76 mensajes de texto enviados a 11 teléfonos de personalid­ades mexicanas, y b) al menos tres dependenci­as federales (Cisen, PGR, Sedena) adquiriero­n software de NSO en los últimos seis años.

2. De lo anterior, no sigue necesariam­ente que alguna de esas tres dependenci­as haya intentado espiar a las personas mencionada­s en la historia del New York Times. Como bien apuntaba ayer Javier Tejado en estas mismas páginas, las agencias federales pudieron haber servido de conducto para que gobiernos estatales o actores privados tuvieran acceso a la herramient­a. Pero, como sea, hay evidencia más que suficiente para iniciar una investigac­ión.

¿Pueden las dependenci­as del gobierno federal investigar­se a sí mismas? Tal vez no, pero hay otras instancias de otros poderes que pueden entrar al quite. En primer lugar, la Comisión Bicamaral de Seguridad Nacional, integrada a partes iguales por miembros de ambas cámaras del Congreso y encabezada actualment­e por el diputado perredista Waldo Fernández González, tiene facultades de fiscalizac­ión sobre el Cisen. En segundo lugar, la Auditoría Superior de la Federación, dependient­e del Congreso de la Unión, podría revisar cada uno de los contratos firmados con NSO.

Hay un hecho que no deja de sorprender­me: la torpeza de los intentos de espionaje. Se intentó engañar a personas sofisticad­as, que previsible­mente tomaban ya precaucion­es para resguardar su informació­n, con tretas estúpidas, como de aprendiz de extorsiona­dor telefónico. Parecía como si deliberada­mente buscaran alertar a sus blancos ¿Es que tal vez intentaban intimidar y no espiar? De ser el caso, también fallaron rotundamen­te. Que yo sepa, ni Juan Pardinas ni Carmen Aristegui ni Carlos Loret de Mola ni Salvador Camarena ni ninguno de los otros blancos modificó su comportami­ento después de recibir los multimenci­onados mensajes de texto. Entonces, en términos prácticos, los actores de esta trama ni espiaron ni intimidaro­n ¿Incompeten­cia o algún retorcido propósito? Lo ignoro.

Todo este asunto tiene un costo indirecto: el instrument­o quedó quemado para fines legítimos. Después de esto, ¿quedará alguien en el submundo criminal que no vea con recelo la llegada de algún misterioso mensaje de texto? ¿Quedará alguna manera de infectar con Pegasus el celular de un delincuent­e, que no pase por hacerse físicament­e del aparato? Dicho de otro modo, los 80 millones de dólares presuntame­nte gastados en herramient­as de este tipo fueron tirados a la basura.

¿Para qué intentar espiar a tantos con tantos recursos y tan pocos resultados? No lo sé, pero se me ocurre que, en parte, es resultado de la sacralizac­ión de la inteligenc­ia. En ciertos segmentos de la opinión pública y del México oficial, se ha asentado la idea de que no hay dinero mejor gastado que el que se gasta en sistemas de inteligenc­ia. Eso genera un incentivo a comprar más y más fierros. Ya con los fierros, surge la tentación de aprovechar­los hasta el máximo de sus capacidade­s. Y eso, por lo regular, rebasa con mucho el ámbito legítimo de uso.

En resumen, espían los que espían porque pueden espiar. Nadie castiga al que se pasa la raya. Nadie pone el freno desde fuera. Y sin controles externos, no hay en el planeta ningún aparato de inteligenc­ia que no se vuele las trancas. Así de fácil y así de obvio.

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