Chipote con sangre
Entre las muchas cosas que me intrigaban de niño (pero para eso son los niños, para intrigar e intrigarse) había dos especiales: una canción que era famosa en la que un beodo empistolado lanzaba una orden misteriosa, “DE PIEDRA HA DE SER LA CAMA, DE PIEDRA LA CABECERA”. Esta orden, al parecer, estaba dirigida a las mujeres en general pero, de manera muy especial, a las que quisieran enamorarse del beodo. ¿La habrá encontrado?
La otra no es menos rara, aunque de mucho más sencilla interpretación y que, a diferencia de la anterior, no sólo no ha pasado de moda, sino que ocupa el primer lugar de popularidad. Se trata de un grito que se lanza cuando alguien decide que ha sido convocado a cumplir una misión divina y que, por tanto, nadie, pero lo que se dice NADIE, va a impedirlo. Este grito es el siguiente: “NO RESPONDO CHIPOTE CON SANGRE, SEA CHICO O SEA GRANDE”.
Bueno, pues he ahí, a fe mía, la más compacta síntesis de lo que viene siendo la idiosincracia nacional. Ahí, en apretada fórmula, se cifra la historia entera de la patria diamantina; ahí, entre sus recovecos semánticos y semióticos, fonéticos y sintácticos, vibra el carácter más secreto de la mexicanidad. Ninguna otra frase, ni erudita ni vernácula, condensa con tal exactitud la aspiración promedio del compatriotaje.
Es perfecta. Todos los grandes libros que en la vasta biblioteca mexicana se han afanado con el desciframiento de las turbias entretelas del alma nacional, deberían ponerla como subtítulo: “No respondo chipote con sangre, siachicu siagrande” (que es como se debe pronunciar para tener validez oficial).
Otro tanto para la narrativa de la historia nacional. Los aztecas, macana en mano, se lo habrán advertido a los otros moradores de Mesoamérica antes de procesarlos al zompantli; Hernán Cortés, sacando el arcabuz, lo habrá bramado al desembarcar (aunque él habría dicho: “Responsable no seré de hemático chichón, trátese de pequeño o de adulto trátese”); y así sucesivamente hasta llegar a Santa Anna, a Victoriano Huerta y a Díaz Ordaz (“esta mano abierta no responde chipote”, etc.).
En la frase está todo: el mandamás yo voluntarioso que palpita en cada hijo te dio; el amor mexicano al ahí está el detalle (no se trata de cualquier pinchi chipote: es chipote de la variedad con sangre); ahí está la amenaza de desatar la violencia contra quien ose resistirse por equis causa o por lo que sea su voluntad, lo que ocurra primero; está el instinto igualitario que preconiza no regatearle el derecho a ser minusválido a niños, adultos y a gente de la tercera edad, hombres o mujeres o personas de la comunidad LGBTIQ. Todo mundo es chipoteable.
Y desde luego, la conciencia de que, por el mero hecho de serlo, el/la mexicano/a, NO RESPONDE, pues viene con impunidad incluida de fábrica.
El “NO RESPONDO” quizás sea la parte más interesante, la parte teórica que complementa la parte práctica (el chipote). El “NO RESPONDO”, para empezar, asienta el derecho superior que asiste a alguien para no ser considerado sujeto de derecho. La advertencia de que quien dice la frase está exento, ha sido distinguido con una excepcionalidad res ipsa loquitor, una especie de amparo total, directo e indirecto, contra los actos de la realidad en sí.
“NO RESPONDO” y ya. Y si usted se atreve a preguntar: “bueno pero, razonemos un poco y dígame ¿por qué no responde usted?”. La respuesta, obviamente, será que le saquen su chipote con sangre, siachico siagrande, y después de eso, mientras busca usted su árnica y su curita, la persona superior le responda con el argumento filosófico “PORQUE ASÍ SOY YO Y MIS CIRCUNSTANCIAS”.
Su diputado y su senador, su líder sindical y su gobernador, el secretario de Estado y el líder de su partido político y su jefe de personal, su elemento policiaco y el ricachón del yate, su gerente de ventas y el dueño de la tienda y el vecino del 4, y el venderor de tamales oaxaqueños, y el chofer del tórton que le echa las luces, y el director de la comisión académica, y hasta el defensor de los derechos humanos, todos, todos van diciendo agritos o en voz baja la frase fatídica.
Bueno, hasta el presidente que, innovador como es, se la dice a sí mismo…