El Universal

Cuando había barcos de vapor en la Ciudad

En la segunda mitad del siglo XIX, una de las mayores atraccione­s turísticas de la Ciudad era pasear en barcos de vapor por donde hoy es La Viga, Iztacalco y Santa Anita

- CARLOS VILLASANA Y RUTH GÓMEZ

En la actualidad es casi imposible concebir a la Ciudad de México como lo fue alguna vez: brazos de agua que definían las rutas comerciale­s, urbanas, de labores y de esparcimie­nto de los habitantes. Situándono­s en ese contexto, el que hubiese barcos de vapor navegando por los canales aledaños al Centro Histórico resulta lógico, y más con Porfirio Díaz, quien quiso establecer una estética europea en nuestro país. Los pequeños barcos en el Canal de La Viga se asemejaban a los de los ríos en Francia; aunque estos botes ya existían desde años atrás.

Signo de progreso. Los canales eran activos en su uso comercial y, poco a poco, inventores, empresario­s o gobernante­s fueron ideando formas para que se convirtier­an en espacios de recreo y de descanso.

De acuerdo con el libro México pintoresco, artístico y monumental, alrededor de 1840 arrancaron los primeros proyectos para navegar al interior de lo que hoy es la urbe. El personaje más conocido y pionero en los proyectos de navegación al interior de la ciudad, fue Mariano Ayllón, quien montó una pequeña compañía cuyos navíos flotarían sobre Chalco, Texcoco, el Canal de La Viga y diversas zonas al sur y poniente de la ciudad.

Ayllón, ya con la concesión gubernamen­tal otorgada para su empresa, mandó a construir un muelle en La Viga. Los trabajos fueron costosos, pues era necesario modificar las estructura­s de ciertos cruces, limpiar el canal de La Viga y procurar la apertura de otros brazos de agua entre la ciudad y el Estado de México. El 21 de julio de 1850 partió del muelle de La Viga a Chalco el barco Esperanza.

Para 1855 el servicio ya estaba regulariza­do y empezaba a existir “competenci­a” para Ayllón, ya que hubo otros empresario­s que empezaron a brindar el servicio, posicionan­do los paseos como un atractivo turístico.

Araceli Peralta, autora de un artículo del Canal de La Viga para el Instituto de Investigac­iones Históricas de la UNAM, explica que para que el tránsito de los barcos fuera posible, se tuvieron que modificar y elevar algunos puentes que servían a los habitantes de los pueblos aledaños para cruzar el canal.

Los barcos no eran lo único que navegaba por el Canal de La Viga, también trajineras no tan diferentes a las que conocemos en la actualidad. La existencia de éstas no facilitó la situación para el nuevo sistema de presas y limpieza, el efecto que producían los trajineros con sus remos al orillarse jalaba tierra y por ende, generaba azolve y ponía en crisis la navegación de ambas embarcacio­nes. Además, las temporadas de escasa lluvia provocaban la disminució­n de los niveles de agua y tanto los barcos como las trajineras corrían el riesgo de quedar atrapadas en el lodazal o duplicar los tiempos de llegada a su destino.

Sin embargo, los “vapores” y las trajineras hacían una combinació­n de coloridos contrastes, ya que estaban los “paquetes” para familias de clase popular y aquellos para la clase alta.

Salvador Novo cuenta en Los paseos de la Ciudad de México que una de las fechas más populares para disfrutar del Paseo y Canal de La Viga era el tradiciona­l Viernes de Dolores, previo a Semana Santa. El muelle de La Viga lucía repleto para abordar las trajineras o los pequeños barcos (adornados con decenas de flores) con destino a Santa Anita, Iztacalco o Mexicaltzi­ngo.

Los dos tipos de comportami­ento en las embarcacio­nes del paseo eran: donde iba la clase alta era tranquilo y ordenado; si había 10 lugares sólo había 10 personas. Sobrio en comparació­n con las trajineras en las que navegaba la clase popular, que lucían atiborrada­s de gente, algunos con mercancía, en las que "salía" algún cantante, bailarín o parlanchín que animara el ambiente.

Iztacalco era un atractivo turístico porque en pleno centro del pueblo había famosas pulquerías, antojitos y la postal que regalaban los cuerpos de agua alrededor de la Iglesia era hermoso para los que llegaran a la capital.

La desaparici­ón de los barcos. La industria del transporte giraba alrededor de la máquina de vapor, entonces se empezaron a generar proyectos dedicados a la comunicaci­ón de poblados mediante los pequeños botes. Se invirtió considerab­lemente en la adquisició­n de barcos y para 1890 el presidente Díaz inauguró una nueva y flamante línea de vapores entre Chalco y México. Poco tiempo después llegó el ferrocarri­l y las empresas de barcos se fueron a la quiebra: era más funcional, rápido y barato hacer viajes en la locomotora que ir dos horas en el pequeño navío. Al mismo tiempo, la condición cada vez más degradante del Canal de La Viga terminó por darle fin a la era de los barcos de vapor al interior de la capital. El Canal de La Viga funcionó como ruta comercial y turística con las trajineras hasta 1940, cuando se desecó paulatinam­ente el Gran Canal.

 ??  ?? Litografía de Casimiro Castro que data de 1855. Al centro se puede observar cómo capturó a un pequeño barco de vapor que corría por el Canal de La Viga a la altura del Ex-Convento de San Matías, en la actual delegación Iztacalco.
Litografía de Casimiro Castro que data de 1855. Al centro se puede observar cómo capturó a un pequeño barco de vapor que corría por el Canal de La Viga a la altura del Ex-Convento de San Matías, en la actual delegación Iztacalco.
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Ásí luce en la actualidad Calzada de la Viga; sin el agua y sin las embarcacio­nes.

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