El Universal

Seis poemas

- Billy Collins POR Versiones de Mauricio Montiel Figueiras

Lo que hace el amor

Una buena cosa, o al menos suena así en la radio en verano con todas las ventanilla­s abiertas. Y sin embargo llena de flechas no sólo el corazón sino el ojo y el escroto y el pequeño blanco del pezón. Transforma todo en símbolo como una tormenta que estalla en el capítulo final de una larga novela. Tal vez añada brillo a una mañana o haga más profunda una noche cuando la cama esté en un anillo de fuego. Nos enseña nuevas dichas y maniobras inéditas: desmontar, revertir, escapar. Pero por lo general va y viene, una abeja de visita en el núcleo de una flor y luego de otra. Apenas la tinta se seca en el nombre de ella y ya ha partido a saludar a alguien en otra ciudad, una ciudad con dos campanario­s, filas de chimeneas de ladrillo y un colegio de acceso arbolado. Viajará la noche entera para aterrizar ahí: llegará igual que un arcángel a través de una puerta de hierro que al parecer nadie había advertido hasta ahora.

Adagio

Cuando es noche profunda y las ramas golpean contra las ventanas, se podría pensar que el amor es simple cuestión de saltar de la sartén de uno mismo hacia el fuego del otro, pero es un poco más complicado. Se parece más a cambiar las dos aves que podrían estar ocultas en aquel arbusto por la que no traes en la mano. Alguna vez un hombre sabio dijo que el amor era como forzar a un caballo a beber, pero entonces se le dejó de considerar sabio. Pongamos algo en claro. El amor no es tan sencillo como levantarse en el lado equivocado de la cama con el traje del emperador. No: se parece más a la forma en que la pluma se siente al cabo de derrotar a la espada. Es un poco como el centavo ahorrado o las puntadas sueltas. Me miras a través del halo de la última vela y me dices que el amor es un viento funesto y sin retorno, un camino que no trae nada bueno, pero estoy aquí para recordarte, mientras nuestras sombras vibran en la pared, que el amor es el madrugador que puede llegar tarde pero seguro.

Génesis

Era tarde, por supuesto. Sólo tú y yo quedábamos en la mesa, acabándono­s la segunda botella de vino, cuando dijiste que quizá Eva fue creada antes que Adán, que nació como una costilla tomada del costado femenino un anochecer edénico. Puede ser, recuerdo haber dicho, porque en aquel entonces había muchas posibilida­des, y hablé de la serpiente parlante y de las jirafas que sacaban el cuello del arca, el olfato alerta al diluvio del Viejo Testamento. Me gustan los hombres de mente abierta, dijiste, alzando tu copa brillante hacia mí, y yo alcé la mía y empecé a pensar cómo sería la vida si fuera una de tus costillas: estar todo el tiempo contigo, a caballo entre tu blusa y tu piel, preso bajo el suave peso de tus pechos; tu costilla favorita, quiero creer, si alguna vez te dignaras enumerarla­s. Justo eso hice aquella misma noche, cuando te habías dormido y tu espalda se encajaba en mi tórax, y tus largas piernas se apretaban contra las mías, y mis dedos se rendían al conteo enloquecid­o del amor.

Silencio

Está el silencio repentino de la multitud sobre un jugador inmóvil en el campo y está el silencio de la orquídea. El silencio del jarrón que se desploma antes de que toque el suelo, el silencio del cinturón cuando no flagela al niño. La quietud del vaso y el agua que contiene, el silencio de la luna y la paz del día apartado del rugir del sol. El silencio cuando te aprieto contra mi pecho, el silencio de la ventana encima de nosotros, el silencio cuando te levantas y te alejas. Y está el silencio de esta mañana, roto por el rumor de mi pluma, un silencio acumulado a lo largo de la noche como nieve que cayera en la penumbra de la casa: el silencio previo a que yo escribiera una palabra y el silencio ahora más empobrecid­o.

Sin aliento

A algunos les gusta la montaña, a algunos la playa, dice a cámara Jean-Paul Belmondo en la escena inicial. A algunos les gusta dormir bocarriba, a algunos bocabajo, pienso en mi cama: algunos se acomodan como víctimas de homicidio y yacen de espaldas la noche entera, algunos flotan con el rostro hundido en el agua oscura. Y están aquellos que como yo prefieren dormir de lado, las rodillas contra el pecho, la cabeza apoyada en la curva de un brazo y un suave puño rozando la barbilla, justo el modo como quiero que me entierren: hecho un ovillo en el ataúd, vistiendo una fresca pijama de algodón, una almohada bajo mi cráneo pesado. Al cabo de una vida de alerta y vigilancia nerviosa estaré más que listo para dormir, así que olviden el traje negro, la absurda corbata y las manos flojas y pálidas sobre el pecho. Bájenme a mi letargo, enroscado sobre mí mismo como el feto más antiguo del mundo, y mientras las vacas ven por encima del muro del cementerio déjenme reposar aquí, en mi pequeño dormitorio de tierra, con las pestañas cubiertas de hielo y las raíces de los árboles cada vez más cerca, sin ningún sueño que vuelva a perturbarm­e.

“No hay nada como un buen sustantivo manteniénd­ose por sí mismo”, ha dicho Billy Collins (Nueva York, 1941), de su práctica poética. “Las cosas que nos rodean —los árboles, por ejemplo, pero también una escoba o un cubito de hielo— pueden encerrar pistas de lo que guarda una realidad mucho más amplia”

Marginalia

A veces las notas son feroces, reyertas contra el autor lanzadas desde el margen de cada página en pequeña caligrafía negra. Si pudiera ponerte las manos encima, Kierkegaar­d, o Conor Cruise O’Brien, parecen decir, cerraría la puerta y te haría entrar en razón a golpes. Otros comentario­s son más casuales, desdeñosos: “Tonterías”, “Por favor”, “¡Ja!”, ese tipo de cosas. Recuerdo que una vez alcé los ojos del libro que leía, mi pulgar como separador, y traté de imaginar el aspecto de la persona que escribió “No seas tonto” junto a un párrafo de La vida de Emily Dickinson. Los estudiante­s son más humildes: tan sólo necesitan dejar sus huellas regadas a orillas de la página. Uno garabatea “Metáfora” al lado de una estrofa de Eliot. Otro advierte la presencia de la “Ironía” cincuenta veces en los párrafos de Una modesta proposició­n. O bien son fanáticos que animan desde las gradas vacías, las manos alrededor de la boca. “Por supuesto”, gritan a Duns Escoto o a James Baldwin. “Sí.” “Diste en el blanco.” “Eres mi gallo.” Palomas, asteriscos y signos de admiración llueven por los bordes. Y si has logrado graduarte de la universida­d sin haber escrito “Hombre contra naturaleza” en un margen, quizá es hora de que des un paso adelante. Todos hemos reclamado el perímetro blanco como nuestro y tomado una pluma aunque sea para mostrar que no holgazanea­mos en una butaca pasando páginas; plantamos una idea en el arcén, sembramos una impresión en el bordillo. Aun los monjes irlandeses en sus estancias frías hicieron anotacione­s al filo de los Evangelios, breves apartes sobre la dificultad de copiar, un pájaro que cantaba junto a la ventana o la luz del sol que alumbraba la página: hombres anónimos que viajaban al futuro a bordo de una nave más duradera que ellos. Y no has leído a Joshua Reynolds, dicen, hasta leerlo envuelto en los furiosos garabatos de Blake. Con todo, el apunte que evoco más a menudo, ese que cuelga de mí como un medallón, se hallaba en el ejemplar de El guardián entre el centeno que saqué de la biblioteca local durante un verano lento y caluroso. Comenzaba apenas la preparator­ia, leía echado en un sofá de la sala de mis padres, y no atino a decir cuán profunda se hizo mi soledad, cuán vasto y conmovedor me pareció el mundo que me rodeaba, al dar en una página con unas marcas grasosas y junto a ellas, escrito con lápiz suave por una hermosa chica, podía adivinarlo, a la que jamás conocería: “Perdón por las manchas de huevo pero estoy enamorada.”

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