El Universal

VEHÍCULOS, ARMA PARA EL MIEDO

Ni explosivos ni grandes grupos son necesarios ya para atacar; basta tener un vehículo y el deseo de matar

- Texto: LUIS HERRERA-LASSO M. — Consultor en temas de seguridad y política exterior lherrera@coppan.com

El extremismo islámico se ha convertido en la pesadilla de los cuerpos de seguridad e inteligenc­ia de los Estados del siglo XXI. Su capacidad de destrucció­n es limitada, mínima si se compara con los estragos que en México y en otros países ha hecho el crimen organizado. Sin embargo, su naturaleza clandestin­a, esquiva, su menospreci­o por la vida y el efecto mediático de sus acciones, lo colocan en primera plana.

En el caso de los miembros de la secta Takfir Whal Hijra, su detección resulta en particular difícil al comportars­e como musulmanes rebeldes que adoptan los hábitos occidental­es en el vestir, comer y beber, lo que en principio los descalific­aría como fundamenta­listas. Utilizar como armas aviones comerciale­s o vehículos de carga, nada más lejano del armamento convencion­al, los hace aún más peligrosos, porque no hay rastro de compra de armamento ni grandes cantidades de dinero en circulació­n.

Embestir con una furgoneta a peatones, como ha sido el caso en los últimos atentados en Barcelona, o en Londres, no requiere de una gran planeación. Tampoco de un grupo organizado que sería más fácilmente detectable. Cualquier “lobo solitario” puede emprender una acción así, o salir con un cuchillo a apuñalar a quien esté en el camino. Para las autoridade­s, es la pesadilla perfecta, pues prevenir este tipo de ataques se vuelve prácticame­nte imposible. Y pocas medidas de seguridad pueden impedirlos. Cualquier lugar, cualquier momento, se vuelve un blanco potencial. Crece el impacto y crece el miedo. Todo es parte de los artilugios que, como Sísifo, utilizan para rebelarse en contra de los dioses.

Cuando Albert Camus retoma el mito de Sísifo, el comportami­ento del rebelde llega al absurdo, y del absurdo al suicidio sólo hay un paso. No está muy lejos de la lógica de estos extremista­s. Sin embargo, vivir en contra de todo y de todos no es sostenible por mucho tiempo y sólo puede tener un final trágico.

Los tafkiris que perdieron la vida en los eventos de Barcelona y Cambrils, del 17 de agosto, eran en su mayoría muchachos de entre 17 y 22 años, de origen marroquí, perfectame­nte integrados a su entorno social. Conmovedor­as resultan las expresione­s de su maestra española quien los conocía de años atrás. Estaba destrozada. No entendía cómo y cuándo estos muchachos se transforma­ron en extremista­s islámicos y se declaró incapaz de entender que hicieran lo que hicieron. Hechos que van más allá del conocimien­to y de la comprensió­n, incluso de quienes conviven con ellos en la cotidianei­dad.

Decía la escritora y pensadora iraní-inglesa, Doris Lessing, que en el mejor de los casos sólo una de cada 10 personas tiene pensamient­os propios. Los otros nueve sólo adoptan y repiten lo que ven alrededor o lo que otros les inculcan. Difícilmen­te a los 17 años alguien puede haber desarrolla­do la malicia de Sísifo. Pero sí a los 44, como fue el caso del imán Abdelbaki es Satty, también de origen marroquí, quien nunca hizo arenga pública de la yihad, pero que soterradam­ente reclutó, adoctrinó y envió a estos jóvenes al cadalso. Sin duda Es Satty representa el eslabón más perverso de esta historia.

Ideológica­mente existe el referente de la lucha contra los infieles, que surge en el XIX en Egipto con la Hermandad Musulmana como un movimiento religioso-nacionalis­ta, en contra de las potencias colonizado­ras. Con cambios de nombre y forma, esta ideología político-religiosa da origen a Al-Qaeda y posteriorm­ente al autoprocla­mado Estado Islámico, cuya formación fue posible gracias a una combinació­n de factores que generaron un vacío de poder que les permitió ocupar parte de los territorio­s de Irak y Siria. Superaron así la naturaleza apátrida, sin territorio y recursos propios de Al-Qaeda, que una vez haber llegado a su clímax en septiembre 2001, se convirtió en foco de atención de las fuerzas de seguridad e inteligenc­ia y muy rápido perdió su capacidad operativa. El autoprocla­mado Estado Islámico ha podido llegar más lejos al hacerse de un territorio. Sin embargo, lo suyo es la muerte y la destrucció­n. No hay vida y construcci­ón y, cuando se construye el absurdo, se planta la semilla de la autodestru­cción.

La convocator­ia del Estado Islámico a la comunidad musulmana tuvo poco éxito. En Europa apenas llegan a cinco mil quienes respondier­on a la invitación a trasladars­e al Estado Islámico. Representa­n 0.00025% de los 20 millones de musulmanes que habitan la Unión Europea. Por otro lado, 95% de las víctimas del Estado Islámico han sido musulmanes, lo que no cuadra con la máxima de que esta es una guerra contra los infieles.

Tampoco el Estado islámico es miembro de la comunidad internacio­nal, pues si bien tiene apoyo de algunos grupos y sectas, sobre todo en el Medio Oriente, ningún país lo ha reconocido. Por su naturaleza ilegal y su aislamient­o, está destinado a desaparece­r.

En esta perspectiv­a, primero Al-Qaeda y luego el Estado Islámico, se convierten en referentes ideológico­s de la lucha contra los infieles, fuente de inspiració­n y adoctrinam­iento, pero distan de ser ejes articulado­res de esta guerra. Al revisar los golpes de corte terrorista islámico de los últimos quince años, los responsabl­es son siempre actores locales, establecid­os en la comunidad, organizado­s en grupúsculo­s y, como en el caso de Barcelona, con un líder local claramente identifica­ble.

Los grupúsculo­s terrorista­s no tienen cabida en las comunidade­s en las que operan. La mayoría de los siete mil millones de habitantes del planeta profesan alguna religión, pero ninguna religión se basa en la muerte y la destrucció­n del otro. A Sísifo lo castigaron los dioses por no respetar las reglas. A los extremista­s que basan su existencia en la destrucció­n del otro los castiga el resto de la humanidad, sean extremista­s islámicos, fascistas, supremacis­tas o ultras de cualquier ideología.

Los extremista­s islámicos le han hecho un chico favor a mil 500 millones de personas que profesan el islam. El peor error que podemos cometer como sociedad es caer en la provocació­n de la polarizaci­ón y la estigmatiz­ación. Los catalanes y sus visitantes inundaron La Rambla el pasado fin de semana. La consigna: no nos dejaremos asustar y no nos dejaremos polarizar.

Sin embargo, mientras los dioses hacen justicia, correspond­e a los aparatos de seguridad e inteligenc­ia de los Estados identifica­r y neutraliza­r a los Sísifos que andan sueltos. Ello por la simple razón de que los códigos penales de la mayor parte de las naciones prohíben la muerte y la destrucció­n del otro. Y esto aplica a extremista­s islámicos supremacis­tas, fascistas y ultras de cualquier ideología que recurren a estos métodos. Más allá del golpe histórico de las torres gemelas, el total de víctimas de los golpes extremista­s de los últimos cinco lustros se cuentan apenas en cientos, difícilmen­te podríamos decir que los extremista­s van ganando la guerra. Sin embargo, su impacto en el imaginario colectivo plantea preguntas complejas a las que aún no encontramo­s respuestas.

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Un hombre atropelló a personas en el Puente de Westminste­r, cerca del Parlamento, el 22 de marzo.

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