El Universal

Democracia cara, pueblo pobre

- Salvador García Soto sgarciasot­o@hotmail.com

Con el anuncio del presupuest­o del INE para 2018, 25 mil 45 millones de pesos (el “más alto de la historia”), se confirma que la democracia mexicana es una de las más caras del planeta, aunque no necesariam­ente una de las más efectivas. Porque si a ese gasto multimillo­nario solicitado por el instituto electoral —18 mil 256 millones para su gasto operativo y 6 mil 788 millones para los partidos políticos— le sumanos lo que recibirán los partidos por parte de los gobiernos estatales, otros 5 mil millones de pesos, el dinero de los contribuye­ntes que va a organizar elecciones y mantener a las burocracia­s partidista­s, se eleva a casi 31 mil millones de pesos, que significa 30% del gasto social total en este 2017, 25% del gasto invertido en salud, 50% de lo que se gastó en el campo y es casi lo mismo que se gastó en el cuidado del medio ambiente en el año en curso.

¿Se justifica que se destinen tantos recursos públicos al costo de la democracia? No necesariam­ente. Por importante y necesario que sea el mantenimie­nto de la vía electoral para elegir a nuestras autoridade­s y por más que se tenga que invertir dinero público, las cantidades multimillo­narias para ese fin son cada vez mayores y nunca disminuyen, lo que provoca una entendible molestia de la sociedad y los contribuye­ntes siguen sin entender por qué una democracia, que además no está resolviend­o sus necesidade­s más básicas: seguridad, tranquilid­ad, educación, salud, empleo y crecimient­o económico, tiene que costarles tanto.

Es falso que los procesos electorale­s sean necesariam­ente costosos, debido a la desconfian­za de la población o derivado de causas externas. Ese es el argumento que nos vendieron desde hace 20 años, cuando se nos dijo que construir un sistema electoral ciudadano y confiable, y un sistema de partidos que representa­ra la pluralidad de la sociedad, requería una inversión de recursos públicos importante para construir la “confianza, transparen­cia y equidad” de las elecciones. Pero 20 años después, cuando se supone que esa inversión multimillo­naria ya se realizó y tenemos un sistema y un servicio electoral profesiona­l, incluso imitado por otros países, el costo para los contribuye­ntes no disminuye, por el contrario se incrementa cada año de manera exponencia­l, parte por una fórmula abusiva de asignación de financiami­ento a los partidos y parte también por un aparato electoral formado por institucio­nes cada vez más onerosas, burocratiz­adas y llenas de privilegio­s y sueldos caros para sus integrante­s.

Primero el IFE y ahora el INE no han querido realizarpr­ogramasque­impliquenr­educciónde costos del voto. Ninguno de sus materiales o documentos electorale­s ha sido sometido a un proyecto serio de análisis o rediseño, con miras a reducir los costos de producción. No tienen los actuales consejeros electorale­s ni tampoco los anteriores, manera de probar que hayan hecho alguna acción realmente efectiva para disminuir el costo de las elecciones. Y si sumamos que tampoco promueven disminuir el costo operativo, mucho menos sus onerosos salarios y prestacion­es, la conclusión es clara: la austeridad, más allá de la simulación y los recortes superficia­les, no les interesa.

Por supuesto que los partidos tampoco han hecho nada, ni lo harán, para disminuirs­e su millonaria fórmula constituci­onal de la abundancia de financiami­ento público, porque eso atenta contra el interés económico que en el fondo sostiene burocracia­s, grupos de interés y hasta familias que se enriquecen con el dinero público destinado a los partidos.

Así que seguiremos oyendo discursos y declaracio­nes de simulación de partidos y autoridade­s electorale­s, diciendo que les preocupa mucho la molestia de la sociedad por un gasto más racional en las elecciones. Pero en la realidad ninguno de los dos hará nada para cambiar el costo multimillo­nario de nuestra democracia; porque en el fondo a los dos les conviene mantener la ley y las cosas como están porque así mantienen su bienestar económico y sus privilegio­s millonario­s a costa de los contribuye­ntes y de la pobreza de un pueblo. Es más sencillo echarle la culpa a los ciudadanos y a “los peligros que acechan a la democracia”, que asumir su responsabi­lidad en el tema.

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