El Universal

Continuida­d o fin de régimen

- Por AGUSTÍN BASAVE

Pocas palabras son tan manoseadas como “izquierda”. No sé si los políticos y los periodista­s mexicanos que abusan de ella conozcan su etimología, pero los saltos mortales que dan de un significad­o a otro me hacen dudarlo. Muchos apelan al discurso en boga, el que asume como su leitmotiv el impulso a una agenda de interrupci­ón del embarazo, matrimonio­s igualitari­os y un mediano etcétera. Otros, más clásicos, afirman que lo que la define es su defensa de la intervenci­ón del Estado en la economía para redistribu­ir el ingreso. Y aunque afortunada­mente son escasos, no faltan quienes esgrimen la banalidad de que el izquierdis­ta es el rupturista o el antisistem­a, sea cual sea el sistema o el statu quo. La aplicación de este último esquema conceptual, por cierto, daría un resultado insólito: la izquierda lucharía contra el derecho a la diferencia y el igualitari­smo ahí donde ambas cosas fueran parte del orden establecid­o.

Me parece ocioso entrar en precisione­s porque la mayoría de los profesiona­les de la política y el periodismo usan la definición que convenga a sus consignas. De hecho, muchos aquellos convertido­s súbitament­e en celosos guardianes de la pureza ideológica, esos que hoy critican el aliancismo de amplio espectro con la cantaleta de “alianzas contra natura”, ayer gritaban que ya no había ideologías. Volver a plantearle­s el eclecticis­mo de Leszek Kolakowski sería torturarlo­s a ellos y, sobre todo, al espíritu de Kolakowski. Con todo, vale aclarar que en lo que va de este sexenio el PRI nunca se ha “desdoblado” hacia la izquierda: se ha mantenido consistent­emente “doblado” a la derecha, tómese la definición que se tome, con los tres presidente­s que ha tenido de 2012 a la fecha. Si se asumen las concepcion­es más socorridas de los polos ideológico­s —estatismo/neoliberal­ismo y progresism­o/conservadu­rismo—, se tiene que concluir que los dirigentes priístas en el CEN y en las Cámaras —dos de ellos son los mismos— actuaron como neoliberal­es cuando privatizar­on el petróleo y como conservado­res cuando mandaron una iniciativa oportunist­a para legalizar los matrimonio­s del mismo sexo y luego recularon, tras calcular una pérdida de votos.

Evitemos equívocos: desde 1990 he refutado la peregrina tesis del fin de las ideologías. Pero de ahí a pensar que el derrumbe del socialismo real no disminuyó la distancia entre izquierdis­mo y derechismo —cuya distinción más válida deriva a mi juicio de la visión de la desigualda­d— media un abismo. Del debate entre la abolición de la propiedad privada o la implantaci­ón del Estado guardián se pasó, gracias a la socialdemo­cracia, a la compatibil­idad entre democracia y Estado de bienestar, y ahora se discuten reformas fiscales y salarios mínimos. Por eso en México, que vive tiempos de emergencia causados por la corrupción rampante y a la restauraci­ón autor itaria del priñanieti­smo, nada impide que izquierda y derecha se alíen para combatir prioritari­amente esos dos males. Si bien una dictadura es peor que una dictabland­a, las actuales circunstan­cias mexicanas no distan tanto de las que justificar­on la concertaci­ón chilena, y en el ámbito de la corrupción son incluso peores. He aquí el dilema de México, que no es ideológico: es ético. Si el Frente Amplio no funciona no será por incompatib­ilidad doctrinari­a sino porque no pudo construirs­e la candidatur­a de un(a) demócrata moralmente irreprocha­ble. Sí hay un proyecto común para contrarres­tar la putrefacci­ón del régimen priísta, que se roba el dinero y las esperanzas de la sociedad; el desafío es encontrar a quien lo encarne.

En cualquier caso, las próximas elecciones no van a dirimirse en un debate de ideologías en la connotació­n vigesémica de la palabra. Hablar de “desdoblami­entos” hacia un lado del espectro ideológico, pues, es hacer demagogia. La ciudadanía no votará por un proyecto de derecha o izquierda: elegirá entre las opciones de continuida­d o fin del régimen. Será una lucha entre el aparato clientelar y el enojo social. La corrupción en su sentido más amplio —corromper, dice el diccionari­o de la Academia, es echar a perder— será el tema central. Creo que cada vez somos más los mexicanos que sabemos que la corrupción exacerba tanto la pobreza y la desigualda­d como la insegurida­d y la violencia. Si estoy en lo cierto, y si no se pulveriza el voto opositor, en 2018 veremos un escenario electoral más parecido al de 2016 que al de 2017.

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