Olvidados: niños de la montaña
En Tlapa, la primaria Raúl Isidro Burgos padece por la falta de apoyo de autoridades y las precarias condiciones que ofrece a sus alumnos
Una mañana de junio, cuando estaba por terminar el ciclo escolar, Judith Solano, una niña na’savi (mixteca) de 9 años, le dijo a su profesora que quería ser médica para ayudar a los demás a través de la medicina. La maestra, Magdalena Maldonado Parra, desea que lo cumpla y lamenta no poder ayudarle: Judith no regresó a estudiar a la primaria bilingüe Raúl Isidro Burgos, en la colonia San Isidro, en Tlapa, en la Montaña de Guerrero. No sabe dónde está; le han dicho que puede estar en Sinaloa o en Baja California cortando chile, fresa o pepino.
Judith fue de sus mejores estudiantes. Siempre mostró interés por aprender y cumplir con sus tareas. “Yo vengo a aprender”, le decía la niña. Era tranquila, cumplida y respetuosa. Algunas mañanas, Magdalena la encontró terminando su tarea antes de que comenzaran las clases. “Lo tuviste que hacer en tu casa”, le decía. La niña siempre respondía: “No tengo tiempo para hacerla”.
Saliendo de la escuela, Judith tenía que lavar los trastes, la ropa de todos, el aseo, cuidar al hermano menor y ayudar con la comida.
Judith es la tercera de nueve hermanos. Sus padres se fueron a trabajar como jornaleros el año pasado. Todos quedaron a cargo de su abuela materna. La mujer hizo lo que pudo. Priorizó la comida antes que los estudios.
Judith y sus hermanos vivían amontonados en un cuarto con paredes de madera vieja, húmeda y con piso de tierra. Comían lo mismo todos los días: salsa con tortillas. Tenían responsabilidades. Los varones salían de clases y se iban a trabajar en la milpa en uno de los cerros cercanos. Las mujeres molían el nixtamal; hacían las tortillas y preparaban los alimentos. Con Judith estudiaban cinco de sus hermanos. Hace un año, a la escuela llegó la abuela e inscribió a seis, uno en cada grado.
Magdalena se encargó de tercero y cuarto grado el año anterior. Le dio clases a Judith y a una de sus hermanas. Vio de cerca sus carencias, por ejemplo, en una ocasión le regaló un lápiz y en minutos sólo tenía un pedazo. La niña lo partió en tres partes y lo compartió con dos de sus hermanos. También recuerda como aprovechaba al máximo su cuaderno: escribía la letra lo más pequeña que podía para utilizar el menor número de hojas.
Los cuadernos que les daban de manera gratuita, no los utilizaban, los entregaban a la hermana mayor que estudiaba secundaria.
Magdalena no sabe nada de Judith; sólo que en julio sus padres mandaron por ella y sus hermanos. Tampoco sabe si la niña logrará ser doctora, lo único que desea es que no la casen pronto. La extraña, dice.
Reconstruyen su salón
En la primaria Raúl Isidro Burgos el ciclo escolar no comenzó con clases, sino con trabajo. Los primeros días, los padres de familia, profesores y los niños los ocuparon para construir un aula. Trabajaron clavando tablas, los barrotes y las láminas que ellos mismos consiguieron. La tarde del martes estaba lista: un cuarto de 16 metros cuadrados, con paredes de madera, techo de lámina, piso de tierra, butacas recicladas y un pintarrón viejo.
La tuvieron que levantar porque hace unos días la lluvia la enterró: un alud de tierra se le vino encima, se llevó el techo y los muros.
La primaria está en la colonia San Isidro, en la periferia de Tlapa. Hace 20 años indígenas na’savi de Cochoapa el Grande y Metlatónoc la fundaron después de salir huyendo de la pobreza y la marginación. Según el Inegi, en estos dos municipios las necesidades sobran: 75% de sus habitantes viven en pobreza extrema. Los pobladores de la San Isidro son inmigrantes que siempre están listos para migrar. La mayoría son jornaleros que en todas las temporadas salen a Iguala o Ciudad Altamirano, en Guerrero, a cortar melón o a Sinaloa, Sonora o Chihuahua para ganar 120 pesos al día.
En San Isidro su vida no cambió tanto; viven en casas de madera con pisos de tierra, amontonados, sin servicios ni empleos.
Hace 18 años también tuvieron que fundar su escuela porque en las primarias cercanas no aceptaron a sus hijos por no hablar español, por ser migrantes y por ser “los extraños”.
Sin arraigo
Para detener el migrar de los niños, los profesores han hecho casi de todo. A los padres les han explicado sobre los efectos de que sus hijos dejen por temporadas la escuela. Pero ca- si siempre reciben una respuesta casi indiscutible: “Si tú le vas a dar de comer lo dejo”. Magdalena es la directora de la primaria y al mismo tiempo se encarga de dos grupos. Explica que la migración se da porque los padres no tienen oportunidades de trabajo que los arraigue en sus pueblos.
Dice que han logrado que la migración de los niños baje; ahora sólo 10% acompañan a sus padres a los campos. Pero, advierte, que 90% no lo haga no garantiza que tengan un buen rendimiento. Los que se quedan por lo regular lo hacen con un familiar, sobre todo con los abuelos, que no pueden atenderlos.
Un ejemplo de ellos es Judith, pero también está el caso de Rufina, una niña que cursa el cuarto grado y que desde hace seis años vive con sus hermanos y su abuela. Sus padres un día se fueron a buscar trabajo y no han regresado, los menores de edad se las arreglan solos. Incluso, el hermano mayor se casó porque quería a una mujer que le ayudará con la crianza de sus hermanos. El joven tiene 15 años y pronto será papá. En la Montaña casi todos migran. El Centro de Defensa de los Derechos Humanos Tlachinollan ha registrado la salida de 8 mil personas por año. El Consejo de Jornaleros Agrícolas de la Montaña dice que 60% de los que migran son menores de 14 años.
La mayoría salen a trabajar de jornaleros, muchos de ellos se van “enganchados” a través de engaños: les ofrecen buenos sueldos, estancias dignas y que sus hijos continuarán estudiando. Cuando llegan, sobre todo a los estados del norte, no encuentran nada de eso. Les pagan 28 pesos por una hora de trabajo bajo el sol inclemente; dormitorios indignos y en muchos de los niños nunca pisan las escuelas y, en cambio, se convierten en jornaleros, como Jennifer García Estrada, una niña de 10 años que acaba de regresar de los surcos.
Marginación
La primaria Raúl Isidro Burgos no es otra cosa que dos chozas construidas con retazos de maderas y láminas de aluminio y sin piso de cemento y un aula de concreto humedecida. Las butacas son sillas viejas que han ido recogiendo en otras escuelas, al igual que los pizarrones.
La única aula se las construyó la organización Medicina y Asistencia Social (MAS). La escuela tiene un baño donde van niños y niñas y los profesores. Se ubica al borde de una barranca. A los 85 niños los atienden tres profesores.
En distintas ocasiones ha solicitado a la Secretaría de Educación Guerrero (SEG) la construcción de dos aulas. No les han hecho caso. La última vez fue en noviembre de 2016 cuando le enviaron un oficio al director del Instituto Guerrerense de Infraestructura Educativa (Ifige), pero también los ignoró.
En una ocasión, cuentan los profesores, interceptaron al director de planeación de la SEG y lo obligaron a ir a la escuela. Ahí el funcionario les puso un requisito casi incumplible: si quería que les construyeran su escuela deberían “tener un terrero plano de unos 2 mil metros cuadrados”.
Eso es imposible, dicen los docentes. “En la Montaña no hay terrenos planos y un predio de ese tamaño cuesta más de 3 millones de pesos, un costo imposible de pagar para padres que trabajan en los surcos”.
La presidenta del Comité de padre de familia, Guadalupe Pérez Mejía, explica que la escuela ha sufrido discriminación de parte de los funcionarios e, incluso, de otras primarias.
Pérez Mejía cuenta que desde hace más de un año han solicitado ayuda al ayuntamiento de Tlapa. Nunca tuvieron respuesta, pero hace unos días, cuando la lluvia les tumbó un aula, acudieron al director de Tlachinollan, Abel Barrera, y fue entonces cuando los atendieron. El alcalde, Noé Abundis García, le entregó cinco láminas y 30 butacas.
Esta primaria recibió el año pasado su clave de parte de la SEG. Durante más de 16 años, trabajó como un agregado de un plantel del municipio de Copanatoyac, ubicado a 25 kilómetros. Lo hicieron así porque en Tlapa todas las primarias le negaron ayuda.
“[Debemos] tener un terrero plano de unos 2 mil metros cuadrados [si queremos que la Secretaría de Educación de Guerrero nos ayude a edificar un colegio]”
“En la Montaña no hay terrenos planos y un predio de ese tamaño cuesta más de 3 millones de pesos, un costo imposible de pagar para padres que trabajan en los surcos” DOCENTES DE LA PRIMARIA RAÚL ISIDRO BURGOS