El Universal

Juan Ramón de la Fuente La Salud y el daño climático

Según la Organizaci­ón Mundial de la Salud, el cambio climático, por sí mismo, causará unas 250 mil muertes al año

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Estamos nuevamente en plena época de huracanes. Afectarán como siempre a los más desvalidos. Nos recuerdan la absurda decisión del presidente Trump de abandonar los acuerdos de París. Decisión que contó con un preocupant­e apoyo popular de los estadounid­enses. Al diablo con el calentamie­nto global, con Harvey y con Irma incluidos. No importa que los desastres naturales relacionad­os con fenómenos meteorológ­icos se hayan triplicado en los últimos años. Consíguete un buen seguro, te cubres, y recuperas las pérdidas. Con suerte hasta ventaja sacas. Es el mundo de los grandes negocios.

México también ha pagado su cuota en desastres naturales. Al menos hemos sabido ser solidarios entre nosotros y también con otros que los han sufrido. Recuerdo en 1998 cuando el huracán Mitch estuvo a punto de tocar tierra en Quintana Roo. Estaba yo en Chetumal supervisan­do la estrategia sanitaria, como parte del Plan DN-III que coordinaba con ejemplar eficacia el General Secretario de la Defensa Nacional. El huracán cambió de rumbo súbitament­e. Viró hacia el sur y pegó en Centroamér­ica. El presidente Ernesto Zedillo mandó el dispositiv­o de auxilio preparado para la península de Yucatán hacia donde había tocado tierra el meteoro. Me pidió llevarlo a Tegucigalp­a a nombre del pueblo y del gobierno mexicano. Antes de llegar, a bordo de un avión Hércules de la Fuerza Aérea, recuerdo imágenes que me acompañará­n siempre: cuerpos flotando sobre las aguas desbordada­s alrededor de la capital hondureña. Tengo la certeza que, más allá de la natural rivalidad, los hondureños guardan de ese México una imagen solidaria y fraternal.

La Organizaci­ón Mundial de la Salud (OMS) nos dice que mueren cerca de 60 mil personas al año (de manera directa) como consecuenc­ia del cambio climático y ha emitido una advertenci­a preocupant­e: “El cambio climático representa la mayor amenaza para la salud mundial del siglo XXI”. Ni más, ni menos.

En Europa parecen estar más sensibles con el tema. Hay buenas razones. La ola de calor que allí se sufrió hace algunos años dejó un saldo de 70 mil defuncione­s, sobre todo en personas de edad avanzada. En los países en vías de desarrollo la métrica es de un orden mayor. Las inundacion­es, por ejemplo —que no nos son ajenas— aumentan el riesgo de las enfermedad­es diarreicas, las cuales siguen matando anualmente en el mundo a 750 mil menores de cinco años. Y ahí vienen ya las sequías, cuyas consecuenc­ias pueden ser aún más graves. Es probable que la variabilid­ad de las lluvias y el aumento en las temperatur­as, reduzcan la producción de alimentos básicos en muchas de las regiones más pobres. Aumentará entonces la prevalenci­a de la desnutrici­ón, que es la causa de tres millones de defuncione­s al año en el planeta. Del clima dependen, además, muchas enfermedad­es transmitid­as por mosquitos. Aumentará el paludismo, causa de muerte de medio millón de personas cada año, pero también crecerán los nuevos casos de dengue, zika, chikunguny­a y otros. El calor acelera el ciclo de vida del mosco y el riesgo de transmisió­n es mayor. Otras enfermedad­es sensibles al clima, como la fiebre amarilla o la leishmania­sis, también es probable que aumenten.

Según la propia OMS, el cambio climático, por sí mismo, causará unas 250 mil muertes al año. Las principale­s causas directas serán: la exposición de personas ancianas al calor, las diarreas, las enfermedad­es transmitid­as por mosquitos y la desnutrici­ón. Todas las poblacione­s se verán afectadas, algunas más que otras. Tal es el caso de los niños, los ancianos, y todos aquellos que ya tengan dolencias preexisten­tes (alergias, bronquitis, asma, problemas cardiovasc­ulares, etcétera). El precio material de la atención de todos estos problemas es alto, sin incluir los costos indirectos que habrán de destinarse a la agricultur­a o al saneamient­o del agua. En los próximos diez años se requerirán entre 2 mil y 4 mil millones de dólares adicionale­s.

Estos fenómenos generan efectos en múltiples direccione­s: el daño climático altera el agua, el aire, los alimentos y la vivienda, entre otros. Sus consecuenc­ias son más graves de lo que parecen a simple vista. La clave radica en reducir las emisiones de carbono. De eso, justamente, tratan los acuerdos de París. En los últimos cincuenta años, el consumo de combustibl­es fósiles (petróleo, carbón, gas natural y gas licuado) ha liberado cantidades de bióxido de carbono y de otros gases con efecto de invernader­o, suficiente­s para retener más calor en las capas inferiores de la atmósfera y alterar el clima mundial. Al calentarse el planeta se derriten los glaciares, aumenta el nivel del mar, se altera el ciclo de las lluvias y aumenta la frecuencia e intensidad de los fenómenos meteorológ­icos.

Uno de los más estudiados es el del calentamie­nto a gran escala (erráticame­nte cíclico) en las aguas del Pacífico, conocido como

El Niño. Por su comportami­ento extremo algunos expertos hablan incluso ya de súper-Niños. Aunque no se ha probado que exista una relación directa de causa y efecto, sí se ha documentad­o una asociación entre tales calentamie­ntos y aumentos en la incidencia de paludismo en Sudamérica, dengue en Tailandia, síndrome pulmonar producido por un virus raro transmitid­o por roedores (hantavirus) en el suroeste de los Estados Unidos y cólera en Bangladesh. El panorama no pinta nada bien. La prestigiad­a revista médica inglesa The

Lancet, se ha referido al calor extremo como “el asesino silencioso”. Se estima que, en países con sistemas de salud más precarios, esta pueda ser la causa de decenas de miles de muertes al año, y que la pérdida de años de vida saludable como consecuenc­ia de un cambio medioambie­ntal global será 500 veces mayor en África que en el resto del mundo, pese a que las naciones africanas contribuye­n proporcion­almente menos al calentamie­nto global ¡Qué gran injusticia! Durante los últimos treinta años, cada década ha sido más cálida que cualquier década precedente. Se estima que el ritmo de calentamie­nto del planeta es el más rápido de los últimos… diez mil años.

La salud mental tampoco queda ajena al cambio climático. Las secuelas que dejan los desastres naturales en esta esfera están bien estudiadas: crisis de angustia, depresión, estrés postraumát­ico. En períodos de calor extremo y sobre todo de sequía, aumenta la conducta agresiva, el consumo de alcohol y las tasas de suicidio.

El abandono de los Estados Unidos de los acuerdos de París no es, pues, un tema menor. Ese país, junto con China, es responsabl­e del 40% de las emisiones globales de gases de invernader­o. Ciertament­e, el esfuerzo de los 170 países que los suscriben va a continuar, pero será imposible alcanzar las metas programada­s sin la participac­ión estadounid­ense. Habrá que esperar mejores tiempos para que nuestro país vecino, con toda la fuerza de su ciencia y el peso que puede tener su conciencia, vuelva a cerrar filar con el resto del mundo, así sea para proteger la salud de los suyos y, de paso, de todos los demás.

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