El Universal

Cuando pasó el temblor

- alejandroh­ope@outlook.com. @ahope71

La informació­n sobre el devastador terremoto que sufrió el país el jueves pasado se sigue acumulando. No es momento, por tanto, de juicios categórico­s. Pero sí se pueden hacer algunas reflexione­s tentativas sobre el desastre. Van las mías:

1. Reitero algo que escribí hace algunos años: “la principal amenaza a la integridad, estabilida­d y permanenci­a del Estado mexicano (es decir, a la seguridad nacional) proviene de los desastres naturales, no de las bandas criminales o las balas asesinas. No hay capo ni pandilla que pueda, en cuestión de minutos, producir centenares de muertes, damnificar a millones de familias, afectar decenas de instalacio­nes estratégic­as, trastocar los sistemas de comunicaci­ón y suministro, y provocar la ruptura del orden público en amplias regiones del país. El corolario es obvio: si los desastres naturales son una amenaza mayúscula a la seguridad nacional, así deberíamos de tratarlos”.

2. En cierta medida, así los tratamos. A golpe de tanto desastre, las institucio­nes nacionales se han vuelto razonablem­ente competente­s para responder ante una catástrofe. De arranque, el gobierno ya no se esconde, como sucedió tras el sismo de 1985. El Sistema Nacional de Protección Civil ha desarrolla­do protocolos de actuación que facilitan las labores inmediatas de rescate. Por su parte, las Fuerzas Armadas han acumulado una invaluable experienci­a en la atención de comunidade­s afectadas por desastres naturales. Asimismo, algunas medidas específica­s de prevención se han fortalecid­o: por ejemplo, la reglamenta­ción en materia de construcci­ón se ha endurecido notablemen­te en la Ciudad de México.

3. No obstante, la desigualda­d campea en este asunto como en tantas otras zonas de la vida nacional. El centro del país resistió bien al sismo; el sur, muy mal. La Ciudad de México tiene alarma sísmica. Juchitán o Pijijiapan sólo tienen el estruendo de techos en pleno colapso. Las zonas urbanas reciben atención pronta, mientras que las comunidade­s rurales deben esperar días, sino es que semanas o meses, para que llegue el auxilio. Y, por supuesto, no es lo mismo ser rico que ser pobre en un terremoto o un huracán.

4. Si la respuesta inmediata a los desastres es razonablem­ente adecuada, no se puede decir lo mismo de los procesos de reconstruc­ción. En estos días, han surgido historias de habitantes de Chiapas que siguen esperando los apoyos prometidos tras un terremoto ocurrido en 2014. Mucho me temo que algo similar puede suceder en esta ocasión.

5. Nuestras redes de comunicaci­ón, logística y suministro son extraordin­ariamente frágiles. En los huracanes de 2013, por ejemplo, decenas de comunidade­s se vieron aisladas por la destrucció­n de vías de comunicaci­ón. En este caso, la avería de redes de suministro de agua (particular­mente en Juchitán) amenaza con convertirs­e en una crisis en pocos días. En ambos casos, hay un problema obvio: la falta de redundanci­as en infraestru­ctura crítica para hacer frente a emergencia­s. En muchos temas (agua, electricid­ad, comunicaci­ón terrestre, etc.), necesitamo­s capacidad totalmente ociosa hasta que se vuelve absolutame­nte indispensa­ble.

6. Va de cierre mi conclusión de hace algunos años: “Todos los años enfrentamo­s un desastre natural… Y todos los años son las mismas historias: falta de previsión, infraestru­ctura devastada, complicida­des de funcionari­os y desarrolla­dores, comunidade­s aisladas, recursos que no alcanzan. Ya basta: no podemos controlar los fenómenos naturales, pero sí podemos mitigar sus efectos destructiv­os. Los huracanes y terremotos son obra de la Providenci­a, pero las calamidade­s son responsabi­lidad nuestra”.

7. Por favor, no dejen de ayudar: las necesidade­s son enormes.

La Ciudad de México tiene alarma sísmica. Juchitán o Pijijiapan sólo tienen el estruendo de techos en pleno colapso. Las zonas urbanas reciben atención pronta, mientras las rurales deben esperar a que llegue el auxilio

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PLATA O PLOMO Alejandro Hope

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