El Universal

Los trampas: la vida sobre las vías

Concentrad­os en el Puente de la Pacheco, centroamer­icanos enfrentan carencias en su lucha por cruzar a Estados Unidos en busca de mejor vida; un sacerdote los apoya con alimentaci­ón

- Texto: LUIS FIERRO Fotos: YADÍN XOLALPA

“¿Me podrán apoyar con estas medicinas?, ando resfriada y las noches aquí son muy heladas”, bajo un puente, esperando la oportunida­d de colarse a un vagón del tren de carga, Silvia ha pasado varias noches a la intemperie, sin cobija alguna. Con cinco meses de embarazo, acostumbra­da al clima tropical, la migrante centroamer­icana resiente el duro cambio de temperatur­a al llegar al norte de México.

La acompaña su esposo, juntos cruzaron todo el país con la esperanza de llegar hasta Estados Unidos y darle una mejor vida a su bebé. Al llegar a Chihuahua se apostaron bajo el Puente de la Pacheco, sitio en el que por años se han reunido los “trampas” para aprovechar la oportunida­d de subir al ferrocarri­l.

Pero en el puente no todos son viajeros de paso, muchos de los que aquí se encuentran han decidido quedarse a vivir al lado de las vías, por la comodidad de recibir comida gratuita y ropa de parte de algunos grupos religiosos, aunque ello implique mantenerse como vagabundos, sin hogar.

Es miércoles, como cada semana el padre Luis Duarte y sus voluntario­s llegan con algo de alimentos, medicinas y palabras de apoyo para hacer más ligero el trance.

“Ellos son la cola de la cola, los olvidados, de los que nadie se acuerda. Sufrieron en su tierra, sufrieron en el camino, aquí están sufriendo, y su trayecto aún no acaba”, dice mientras camina entre los 40 y tantos migrantes que están dispersos por la zona.

“¿De dónde vienen muchachos?”, pregunta el sacerdote a tres jóvenes tirados sobre una banqueta. “Somos de Honduras, pero venimos de Cuauhtémoc, andábamos en la (pizca de) manzana, pero ahí te tratan muy mal. Esos señores le gritan a uno todo el día, quieren que levante uno muchas cajas y casi no pagan, mejor nos venimos para acá”, responde uno.

“Ahorita les vamos a oficiar una misa, para que vayan y luego algo de comida, ¿Está bien?”, añade el cura, “Gracias, tenemos hambre, ya son dos días sin comer”.

Bajo el puente convergen historias y rutas, la mayoría viene del sur y va para Sonora, hasta estación Benjamín Hill, y de ahí “transborda­n” rumbo a Mexicali. Otros se cuelgan del tren que va para Ciudad Juárez, y aunque se suben a unos 300 metros del sitio durante el día aguardan en ese lugar,

“Ellos son la cola de la cola, los olvidados. Sufrieron en su tierra, sufrieron en el camino, aquí están sufriendo, y su trayecto aún no acaba”

pues en los andenes del otro tren no hay quien les lleve nada.

Muy pocos son los que van de regreso, aquellos mexicanos que ya han deportado en varias ocasiones y ya perdieron la esperanza de intentarlo de nuevo.

“Al gobierno le valemos madre los mexicanos. Cuando Migración agarra a un centroamer­icano le ayudan a regresar, le dan comida, lo tratan bien. Pero a los que somos de aquí no nos dan nada, si quieres volver a tu tierra tienes que irte otra vez en el tren, pedir aventón o de plano gastar lo poco que tengas en un boleto de camión. Pura madre al mexicano”, comenta con enojo Saúl, de origen oaxaqueño, quien fue deportado en dos ocasiones.

Duarte sigue su charla con los migrantes, “Padre, discúlpeme, no lo vi venir y mire cómo me encontró”, dice un hombre de unos 30 años mientras apaga su cigarro de marihuana, que es el sustituto de la comida para muchos de los trampas. “Apágalo, te vas a quemar los dedos”, le reprocha entre risas el pastor católico.

“Son buenos muchachos”, dice mientras camina, sin juzgarlos por las botellas de aguardient­e que varios esconden a su paso, y el humo de cannabis que se siente en algunos rincones.

“Alabaré, alabaré, alabaré a mi Señor”, el canto marca el inicio de la misa, unos cuantos se acercan, pero conforme avanza la homilía varios se convencen y toman parte de la celebració­n.

Unas sillas plegables y un crucifijo de madera, hacen las veces de templo. Las paredes de la estructura del puente cubiertas con grafitis, el piso de tierra, un perro callejero que camina entre los feligreses y las vías del tren se unen en una atmósfera donde la fe de los migrantes clama por una oportunida­d de seguir adelante.

Oran por las familias

Al momento de las peticiones, la mayor parte lo hace por las familias que se quedaron atrás, los hijos e hijas que vieron partir a su padre, por las mamás que dieron la bendición al joven que cruzará por el desierto de Sonora y buscará burlar a los “migras” bajo el inclemente sol de Arizona, apostando la vida por conseguir el sueño americano.

El llamado a misa no convocó a todos los que pernoctan en el puente, pero el sonido de las ollas de comida fue más convincent­e. Ni uno solo dejó de pararse a la fila para recibir una ración de sopa caliente, un guisado de sardinas, pan y agua de limón.

Ramón reconoce que el platillo le sabe “a gloria”, apenas una noche antes estaba en Casa Colorada, un pequeño poblado a unos 120 kilómetros de la capital, pero en medio de una borrachera decidió tomar el tren y viajar a la capital. No tiene idea de lo que le espera, pero a sus 46 años, soltero y sin hijos, no tiene por quién velar y piensa que puede probar suerte allende la frontera. No avisó a nadie de sus planes, nadie lo espera, nadie notará su ausencia.

Todos esperan a un costado de la vía, cuando el tren se acerca a toda marcha, mientras hace maniobras para prepararse para la salida. Nadie se inmuta, sólo se mueven medio metro para dejar que pase la locomotora. Ni el ruido ensordeced­or ni el olor a diésel importa para los migrantes, ellos siguen esperando el turno para recibir su ración. Desde hace algunos años el padre ha trabajado en conseguir fondos para instalar en la zona una Casa del Migrante, pues la que existe en la ciudad no brinda buen trato a quienes ahí se hospedan.

“Los que trabajan ahí se pican [usan heroína] yo los vi, traen los brazos marcados. La gente les dona buena ropa y zapatos, pero a los migrantes les dan pura basura, ellos se quedan con todo lo bueno”, reclama Abraham, un migrante salvadoreñ­o que tras pasar unos días en la Casa del Migrante optó por abandonar el sitio debido a los malos tratos del personal.

El cura respalda las acusacione­s y revela que años atrás la casa estuvo en manos de los jesuitas, pero luego se la apropió un grupo que supuestame­nte pertenece a una congregaci­ón cristiana y sólo se ha dedicado a lucrar con los bienes que la institució­n recibe.

Tras la comida se van a descansar, deben guardar energías, quizá esa noche haya suerte y se cuelen al tren. Una jornada más de su travesía, un día menos en el camino al encuentro con la frontera.

LUIS DUARTE Sacerdote

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Los migrantes aguardan una oportunida­d para treparse al ferrocarri­l, antes se forman en fila para recibir una ración de sopa caliente, un guisado de sardinas, pan y agua de limón, que les brinda el padre Luis, quien busca fondos para crear una Casa del...
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No todos son viajeros de paso, muchos de los que se encuentran en las vías han decidido quedarse a vivir aquí por la comodidad de recibir comida gratuita.

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