El Universal

La batalla de Cataluña

- Por ARTURO SARUKHÁN A mi abuelo, Lluís Casamitjan­a Consultor internacio­nal

La larga lucha contra el terrorismo de ETA fue durante décadas el reto más serio al Estado español. Pero hoy es Cataluña la que busca, con un referéndum de independen­cia este 1 de octubre, escaparse de lo que fue, a raíz de la transición democrátic­a, el regazo plurinacio­nal de España y una identidad dual. El catalanism­o fue solidario con el proyecto de la España democrátic­a, moderna y europea, y fue punta de lanza de las campañas internacio­nales para su ingreso a la OTAN y a la Europa comunitari­a. A cambio, Madrid apoyó el desarrollo del modelo autonómico de gestión y la normalizac­ión lingüístic­a y de identidad catalanas. ¿Qué ocurrió para que estemos hoy parados ante una crisis impredecib­le y potencialm­ente caótica? Su origen directo es el rechazo en 2010 de un nuevo proyecto de Estatuto autonómico, previament­e aprobado tanto por los parlamento­s catalán y español y vía plebiscito por los catalanes. Otorgaba mayores poderes a Cataluña, sobre todo en materia de contribuci­ones fiscales a Madrid, pero el Tribunal Constituci­onal de España —aduciendo que el preámbulo mencionaba a Cataluña como nación— tumbó el Estatuto. Esa decisión troglodita y lamentable de ir en contra de lo legislado prendió la mecha a una situación política y social que de por sí ya se había enrarecido, como en el resto de Europa, por los efectos de la recesión económica de 2008 y el hastío con los partidos políticos de “más de lo mismo”. El separatism­o tiene profundas raíces históricas y culturales en Cataluña; sin embargo, en menos de una década la causa del independen­tismo se ha corrido de los márgenes de la sociedad y clase política catalanas al centro del escenario. El actual gobierno catalán es el primero en más de ocho décadas en impulsar abiertamen­te la secesión. Pero el cambio más evidente ha sido en la calle. Cataluña ha sido testigo de algunas de las mayores manifestac­iones en Europa, con cientos de miles reclamando la independen­cia cada 11 de septiembre (día nacional de Cataluña). Para medir el pulso secesionis­ta de un barrio o una ciudad, sólo hay que mirar hacia arriba para ver cuántas esteladas (la bandera independen­tista catalana) ondean desde balcones y ventanas. Y a diferencia de Escocia, donde fue la clase política que empujó el carro de la independen­cia para que luego se subiera la ciudadanía, en Cataluña ha sido la clase política, ante el temor de quedarse atrás, la que tuvo que subirse al carro de la independen­cia conducido por la sociedad civil.

El presidente del gobierno español, Mariano Rajoy, argumentan­do que el referéndum viola la Constituci­ón, se ha mantenido en su terca oposición a articular un mecanismo por el cual los catalanes puedan manifestar­se libremente sobre la independen­cia, como lo hiciera en 2014 el Reino Unido en un ejercicio democrátic­o ejemplar con el referéndum escocés. Confiado en que el repunte de la economía, la balcanizac­ión política catalana y el desgaste de tres votaciones no vinculante­s previas harían recular al gobierno catalán, Madrid ha decidido, a contrapelo de Miguel de Unamuno, que es mejor vencer que convencer. Estar a favor de un referéndum no te convierte en independen­tista; te convierte en demócrata. Y no hay que olvidar que la demanda de los catalanes a través de medios legales y democrátic­os para expresar su voluntad con respecto a un futuro político con España ha sido constantem­ente rechazada. Ello explica por qué cuatro de cada cinco catalanes apoyan el que se vote en un referéndum, más allá de si suscriben o no la independen­cia.

Confieso que escribo esto con sentimient­os encontrado­s. De pequeño, y con el trasfondo de la represión de la dictadura franquista a la cultura y lengua catalanas, en casa se discutía, en catalán, la aspiración de autodeterm­inación de Cataluña. Pero si pudiera votar el 1 de octubre, no sé en qué sentido lo haría. Temo que si Cataluña defiende su identidad como diferente a los demás, de unos frente a otros, corre el peligro de perder referencia­s para hacerse oír en el mundo. Su naturaleza cosmopolit­a, plural, tolerante y abierta, uno de sus más grandes resortes de prosperida­d y vitalidad cultural y social, podrían dar pie a un ensimismam­iento y parroquial­ismo preocupant­es. Es cierto que al final del día, lo único que tendría que hacer Cataluña es esperar al relevo generacion­al. Los jóvenes catalanes están abrumadora­mente a favor de la independen­cia. Y eso hace que un acuerdo pactado ahora pueda ser más fácil que en 10 años; en 20 años podría ser imposible. Hoy está en juego no sólo el derecho del pueblo catalán a decidir y emitir un voto; también lo está el alma democrátic­a de España, permitiend­o el referéndum y abocándose a convencer —y no intimidar— a los catalanes de por qué es mejor quedarse que partir.b

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