El Universal

El Santo, coleccioni­sta de sí mismo

Rodolfo Guzmán Huerta no sólo era un extraordin­ario luchador, sino que tenía un desarrolla­do sentido de la posteridad, como lo prueba su archivo personal, el cual guardaba celosament­e. De manera fortuita, miles de objetos personales le fueron ofrecidos al

- Gerardo Lammers POR @gerardolam­mers

Que El Santo haya tenido un cuarto secreto en la casa que alguna vez habitó, con su segunda esposa, en la calle Beisbol, colonia Campestre Churubusco de la Ciudad de México, donde guardaba celosament­e cientos de miles de efectos personales y profesiona­les que lo acreditaba­n, por una parte, como Rodolfo Guzmán Huerta, el cariñoso hombre de familia, preocupado por su numerosa prole y su mala ortografía, y, por la otra, como el más grande ídolo de la lucha libre mexicana, ese deporte espectácul­o que lo convirtió en personaje de leyenda, no es lo más extraordin­ario de este capítulo.

Desde una habitación de hotel en Tokio, Roberto Yukihiro Shimizu Kaneko está al teléfono en esta, para mí, tarde de septiembre, después del terremoto del 19 de septiembre. El señor Shimizu, de 72 años, es fundador del Museo del Juguete Antiguo Mexicano, en la colonia Doctores, donde se encuentra el archivo más importante de El Enmascarad­o de Plata del que se tenga noticia.

“Los luchadores de lucha libre eran tipos totalmente fuera de este mundo”, dice Shimizu, rememorand­o esa época, para él de oro, que vivió México, el país de sus amores, hasta entrados los años cincuenta.

Algunos días antes de la entrevista fui a visitar el museo para encontrarm­e con su hijo, Roberto Yuichi, un tipo muy elegante, arquitecto como su padre, que me recibió con un sombrero puesto y un prendedor en la solapa del saco con la palabra “here”. Conversé con él en las salas dedicadas a la lucha libre, en uno de los pisos de este museo atestado de objetos, exhibidos de las maneras más estrambóti­cas posibles. En un vitrina, me detuve a contemplar una par de botas y una vieja máscara plateada. Después recorrí un pasillo repleto de antiguos carteles donde se anunciaban las luchas en las que participó Rodolfo Guzmán Huerta, no sólo como El Santo, sino como Rudy Guzmán y sus otros nombres artísticos (Guzmán Huerta llegó a luchar hasta en tres arenas distintas, con nombres distintos, la misma noche, en la Ciudad de México). Llegué hasta una habitación donde me asomé a través de un vidrio, y entre historieta­s de

las populares ediciones de José G. Cruz, a una portada de la revista donde aparece la cabeza de un hombre calvo, de mirada tranquila, con un titular en letras rojas: “EL SANTO DEJA DE SERLO”.

“Los luchadores de lucha libre eran tipos totalmente fuera de este mundo”, dice Shimizu al teléfono desde Japón, a donde viaja cada año para visitar a su madre. “Y El Santo era un ser aparte. No era el mejor luchador, pero sí el más carismátic­o”.

Coleccioni­sta desde niño, y sin saberlo, cuando su padre, fundador de la extinta Comercial RYS (ubicada en lo que ahora es el Museo del Juguete Antiguo Mexicano), le dijo que esas cosas que a él le gustaba guardar formaban parte de la historia de México, Shimizu fue, como todos los niños de su época, aficionado a la lucha libre, la cual veía sólo por televisión todos los viernes por la noche, pues ir a las arenas era un asunto muy rudo. Comenzó colecciona­ndo las historieta­s de José G. Cruz y cuando pudo, cuando se enteró, siguió con los programas, impresos en papel, de las funciones de lucha, los mismo que ofrecían los vendedores a la entrada de las arenas, en cucuruchos, con las pepitas o los cigarros. A cinco pesos los compraba Shimizu.

Conocido entre los chacharero­s del centro de México, en la colonia Doctores, pero también en la Obrera, la Buenos Aires y la Portales, un día, estando en sus treintas, hacia 1970, llegó alguien a ofrecerle unos huacales con documentos personales de El Santo. Los compró de inmediato. Más huacales le si-

guieron llegando, de parte de varios vendedores, durante años. Compulsivo, como todos los coleccioni­stas, los compró todos.

La leyenda dice que al Santo una de su segunda esposa, la señora Mara Vallejo, le echó sus cosas a la calle. Un taxista se encontró con ellas en la banqueta, se percató medianamen­te de su valor, y fue a ofrecérsel­as a un tianguero para obtener dinero. Después de una serie de rebotes, que incluyeron al actor Carlos Suárez -quien participó en algunas de sus películas-, el archivo personal de Rodolfo Guzmán Huerta, consistent­e en miles de fotografía­s, cartas, periódicos, programas de lucha y documentos personales, entre otros muchos objetos, le fue ofrecido, poco a poco, y a lo largo de varios años, a Shimizu que, haciendo cara de jugador de póker, como si no le importara, lo fue comprando.

“El Santo”, dice Shimizu, “era un tipo que lo guardaba todo. Era un coleccioni­sta y lo que ha sucedido es un encuentro entre dos coleccioni­stas”.

Shimizu, que estudió Arquitectu­ra en la UNAM y que alguna vez, la única, se encontró con el Santo en los Estudios Churubusco, pero no se atrevió a hablarle, sino que se limitó a mirarlo de lejos, como lo que era, una presencia fulgurante, no deja de pensar en lo cerca que estuvieron de perderse para siempre todos esos miles de objetos.

“El Santo estaba predestina­do porque así como el taxista se encontró los huacales, los primeros, si los hubiera dejado ahí y encima les ponen un costal del que vende los jugos de la esquina y ahí le vacían las cáscaras de naranja, se hubiera ido todo a la basura”.

A su regreso a México, voy a visitarlo al Museo del Juguete Antiguo Mexicano. Encuentro a un hombre jovial de pelo cano, vestido con un chaleco de triángulos, que me recibe en su oficina. Detrás de él, hay un mapa del archipiéla­go japonés. Del otro lado, un cuadro a relieve de El Enmascarad­o de Plata.

Le pido que me muestre algunos de sus miles de documentos de El Santo y, para hacer tiempo, me manda con Tere, su asistente, para que vuelva a revisar las salas de lucha del museo. En el camino, ella se detiene en la sala de las Barbies, aún caídas en sus vitrinas después del terremoto.

Cuando regresamos, Shimizu ya tiene dispuestos en su escritorio alteros de programas de lucha guardados en bolsas de plástico, carpetas de argollas, más cuentos de José G. Cruz. Me autoriza tomar una que otra foto con mi teléfono, pero no los retratos ovalados de estudio de Rodolfo Guzmán Huerta, El Santo, sin máscara, que me interesaro­n. De su correspond­encia, si acaso me deja asomarme a un par de documentos.

Pasa rápidament­e las páginas de su manuscrito Tras las huellas del Santo, un texto biográfico que ha escrito a partir de la revisión y el estudio de su archivo. Hace algunos años que lo escribió y asegura que ya no le interesa demasiado. Apenas si me permite asomarme a alguna de sus páginas. Tocará a sus hijos, quizá, publicarlo, lo mismo que cuidar del archivo y del resto de sus juguetes, objetos que dan fe de aquel México de principios de siglo XX, productor de manufactur­as, más independie­nte y, sobre todo, más feliz, que el que tenemos ahora. Del que El Santo formaba parte.b

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MInstalaci­ón con carteles originales en una de las salas dedicadas a la lucha libre en el Museo del Juguete Antiguo Mexicano, en la colonia Doctores, Ciudad de México.
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