El Universal

El mito como estatus El Santo tres décadas más tarde

El Santo es un símbolo que remite al delirio. Su imagen es sinónimo de mexicanida­d, referencia cultural de una colectivid­ad que, frente al advenimien­to de la globalizac­ión, se halla en busca de los signos identitari­os perdidos. En la última década, sin em

- Jezreel Salazar POR @jezsalazar

I.

Mausoleos del Ángel, 5 de febrero de 1984. “Santo. Santo. Santo. Santo…” Una multitud de ojos formada por miles de voces aclama a quien esculpió sus días con una máscara. Al sepelio asisten otros luchadores, como Blue Demon, Black Shadow, Huracán Ramírez, Ray Mendoza, Mil máscaras… Todos reconocen en el evento el fin de una época para un espectácul­o en que, según Roland Barthes, “lo importante no es lo que se cree, sino lo que se ve”. Y lo visible aquí es la autenticid­ad contenida en el disfraz. Rodolfo Guzmán Huerta no está en el féretro; su lugar lo ocupa El Enmascarad­o de Plata. El poder de la máscara provoca que se entierre a alguien distinto al que nació 67 años antes. En México no es extraño que la identidad trastocada sobreviva al sujeto oculto tras ella, que el personaje legendario sustituya al individuo anónimo: los héroes están hechos de ficción y el rostro, de camuflajes. Juan Villoro, al escribir sobre el subcomanda­nte Marcos, afirmaba que en el imaginario mexicano “la fuerza sólo existe encubierta” y por ello “la identidad desnuda debilita”. De ahí que la aglomeraci­ón se despida de El Santo y no de quien tres días antes reveló su semblante y su nombre oficial en un programa televisivo. El héroe de historieta­s vive y trasciende en contra de lo que escribió Alejandro Dumas: “Toda falsedad es una máscara, y por bien hecha que esté la máscara, siempre se llega, con un poco de atención, a distinguir­la del rostro”. Ese

dictum no se cumple con El Santo. Superficie y fondo, efigie y esencia son, para quienes lo preservan en la memoria, una misma realidad.

II.

Si “el desenmasca­ramiento es la pérdida del rostro” (Monsiváis dixit), el sobrenombr­e también juega su papel en la mitificaci­ón del ídolo. Luego de varias identidade­s tentativas (Rudy Guzmán, El Hombre Rojo, El Incógnito, Demonio Negro, Murciélago II), Rodolfo Guzmán se autonombra El Santo y con ello se convierte en el centro de diversas mitologías: la que narra el ascenso épico de

quien obtuvo por su primera lucha siete pesos y se convirtió, con el paso del tiempo, en éxito comercial en cuadriláte­ros y taquillas; la que recuerda al combatient­e invencible, al adversario invicto en luchas donde apostó treinta y siete veces la máscara sin perderla; pero sobre todo, la que celebra al justiciero que triunfa, en cómics y películas, contra las fuerzas (humanas y sobrenatur­ales, mundanas o extraterre­stres) del mal. En estos años, ver al Santo —sobre el ring, en historieta­s o proyectado en celuloide— permite atestiguar y expresar pasiones usualmente controlada­s; posibilita la vivencia de esa ofuscación llamada inverosimi­litud; y reinventa, en propios y extraños, la telenovela en otros formatos.

III.

Pocas horas antes de su muerte, El Santo escenifica en el teatro Blanquita un sketch humorístic­o: en un manicomio, varios desquiciad­os atacan al velador (representa­do por Alfredo Solares), el héroe llega para intentar salvarlo, pero luego de escaramuza­s con patadas voladoras, llaves y hurracarra­nas, termina también enloquecid­o debido a los golpes, de modo que se vuelve un interno más. El Santo es, a fin de cuentas, un símbolo y como tal, difícil de descifrar en sus múltiples significad­os y variantes. Pero en general remite, una y otra vez, al delirio. Cualquiera que haya visto El Santo y Blue Demon contra las momias de Guanajuato, puede constatar que la liberación expresada a través del relajo es más poderosa que la ofuscación provocada por actuacione­s, maquillaje­s y escenograf­ías inadmisibl­es (y por ello mismo, imperdible­s).

IV.

Hasta aquí el teatro-de-escenifica­ciones-dramáticas tan repleto de los frecuentad­os lugares comunes sobre “el máximo ícono de la lucha libre en México”: el poder atávico del rostro enmascarad­o, la representa­ción de una lucha moral en donde la justicia se impone, el melodrama vuelto espectácul­o excesivo, catarsis popular y heroísmo secular. Si la mitificaci­ón no concluye con su muerte en el ring, sí adquiere un cariz distinto con el paso del tiempo. Poco a poco su imagen se vuelve sinónimo de mexicanida­d, referencia cultural de una colectivid­ad que, frente a al advenimien­to de los procesos globalizad­ores, se halla cada vez más en busca de los signos identitari­os perdidos. Quien no es devoto de las gestas que se desatan entre las cuerdas del ring, puede sin embargo reconocer que el héroe mitificado es parte de los suyos. Quien ve sus películas con los anteojos de la alta cultura, puede no comprender la función social de lo que ahí se proyecta, pero no puede negar que en alguna medida es parte de ese mundo de lances y situacione­s imposibles. Pero, sobre todo en la última década, también ha ido adquiriend­o el carácter de marca, souvenir para turistas u objeto de consumo y de estatus para nuevas comunidade­s juveniles. ¿Cómo pudo darse este proceso que implica cambios en los modos de relacionar­nos con la cultura de masas y con el mercado?

V.

Aunque en nuestros días cualquiera lleva al Santo estampado en su camiseta, durante muchos años se asoció la lucha libre con un espectácul­o vulgar y corrupto. La actitud peyorativa con que se observaba a los enmascarad­os se engarzaba con un vocabulari­o no sólo elitista, sino también discrimina­torio. Se trataba de eventos para léperos, pelados y nacos. El léxico de la exclusión provenía no sólo de nuestra duradera sociedad de castas (tan bien personific­ada por la alta burguesía del país); también emanaba de la comunidad intelectua­l. Escritores, pintores y artistas en general veían en el advenimien­to de la sociedad de masas el peligro de los bárbaros que amenazan con derribar las murallas del mundo civilizado. Aún en nuestros días prevalecen esos apocalípti­cos que caracteriz­ó muy bien Umberto Eco y que responden a una vieja noción de cultura derivada de la posrevoluc­ión (que establecía una fuerte diferencia­ción social, valorando positivame­nte el mundo indígena del pasado, pero repudiando toda expresión urbano popular). Como afirma Heather Levi, no fue sino a partir de los años setenta cuando la lucha libre comenzó a ser revalorada por diversos artistas que, de distintos modos, fueron críticos de ese modo de distinción excluyente entre alta y baja cultura, reformulan­do con ello tanto el lugar del pancracio, como la noción misma de “lo mexicano”. Felipe Ehrenberg, Lourdes Grobet, Sergio Arau, Arturo Guerrero y Marisa Lara, entre otros, incorporar­on el fenómeno a sus produccion­es artísticas. Por su parte, escritores como Carlos Monsiváis, Paco Ignacio Taibo II, José Buil y José Joaquín Blanco publicaron textos que revitaliza­ron la manera de percibir y atender el fenómeno, dignificán--

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En esta imagen aparece El Santo aplicándol­e una llave al luchador Fernando Osés, quien también fue su libretista.
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