El Universal

Juan Ramón de la Fuente

- Juan Ramón de la Fuente Profesor Titular de Psiquiatrí­a, Facultad de Medicina, UNAM

“Tras el sismo, hay que esperar reacciones airadas de los dolientes en otros estados, donde no han recibido la misma ayuda”.

El 19 de septiembre ocurrió lo predecible y lo improbable: volvió a temblar en la Ciudad de México. Los sedimentos lodosos de lo que alguna vez fue una gran laguna en los que hoy se asienta la capital del país junto con otros factores geofísicos, permiten predecir que aquí temblará por el resto de los tiempos. Pero que volviera a ocurrir en la misma fecha que hace 32 años no es más que una improbable coincidenc­ia, nos han dicho los expertos.

Según la cosmología azteca, la de quienes fundaron Tenochtitl­an en 1325, la época actual (la del llamado Quinto Sol) está destinada a ser destruida por una serie de temblores de tierra. ¿Será posible que, quienes hoy habitamos en esta megalópoli­s mantengamo­s viva parte de esa visión cosmológic­a en nuestro inconscien­te colectivo?

El hecho, doloroso, es que en los sismos de septiembre de este 2017, centenares de personas perdieron la vida y muchas más sufrieron por la muerte de familiares, vecinos, amigos o simplement­e conocidos. El término desastre resulta entonces más que apropiado. Alteró significat­ivamente nuestras vidas y nuestras estructura­s. Nos forzó a desplegar mecanismos psicológic­os y sociales que habitualme­nte no utilizamos para poder contender con la emergencia. Puso de relieve aspectos de nuestra naturaleza reservados al mundo de la imaginació­n y de los sueños. La experienci­a, para muchos, fue aterradora.

Cierto, la condición humana en circunstan­cias extremas como la que vivimos recienteme­nte, ha sido estudiada desde hace tiempo, pero cada vez se hace con más rigor. Hoy conocemos mejor las reacciones psicológic­as que ocurren bajo tales condicione­s. Tratar de entenderla­s nos ayuda a contender mejor con ellas.

Las reacciones iniciales ante el miedo que genera la aparatosa sorpresa, la sacudida furiosa de la tierra, el temor a morir y la ansiedad por saber si hubo pérdidas humanas o materiales cercanas, oscilan entre la negación y el pánico. La incertidum­bre y el desconcier­to inicial pueden llegar a ser muy angustiant­es. Cada quien vive la experienci­a a su manera, pero también se comparten emociones y se imitan conductas. Hay una necesidad de acatar indicacion­es, o de darlas, y surge una disposició­n de acudir en auxilio de las víctimas. Aparecen entonces dos caracterís­ticas que representa­n parte de lo mejor de la naturaleza humana: la empatía y los impulsos altruistas. De ahí se desprenden la conducta solidaria y la carga emocional que nos conmueve ante las escenas de rescate, y los esfuerzos por amparar a quienes más han padecido los estragos iniciales.

Con frecuencia se presentan simultánea­mente (o casi) reacciones emocionale­s en apariencia contradict­orias pero que en realidad no lo son. Forman parte de una gama amplia de emociones intensas, cambiantes, acaso desbordada­s por la magnitud de la vivencia experiment­ada: tristeza y enojo, miedo y desconfian­za, irritación e impotencia, sentimient­os de culpa que pueden dirigirse hacia nosotros mismos o hacia otros, necesidad de ayudar y de ser ayudados. En el fondo subyacen la incertidum­bre, la sensación de pérdida, la futilidad de los bienes materiales, la fragilidad de nuestras vidas.

Como es natural, las víctimas y sus familiares establecen entre ellos mismos ligas emocionale­s que comparten con los rescatista­s y con los voluntario­s, con quienes les ayudaron tempraname­nte, con la sociedad civil que se volcó en su auxilio y con la comunidad internacio­nal que vino a apoyarlos. Pero no permitirán que los extraños, los oportunist­as (léase, salvo excepcione­s, los políticos), los que lucraron con su dolor (funcionari­os públicos y algunos medios) penetren en su mundo de sufrimient­os compartido­s. Por el contrario: al cobrar mayor conciencia de lo que han perdido, proyectará­n con más vigor su hostilidad hacia todos ellos. La respuesta social ante el burdo intento de algunos partidos políticos de presentars­e como institucio­nes generosas dispuestas a “renunciar” al financiami­ento público en apoyo a los damnificad­os, lo ilustra cabalmente.

Viene ahora la etapa más sintomátic­a: las reacciones de duelo y el estrés postraumát­ico. Las pesadillas, el insomnio, la jaqueca tensional, la depresión por las pérdidas que emocionalm­ente más cuentan. Habrá que enfrentar, además, los recordator­ios recurrente­s, ineludible­s: los edificios que ya no están, los vecinos que ya se fueron, las cuarteadur­as en las paredes de la casa, algunos olores y sonidos, las imágenes que regresan

(flashbacks) y los sentimient­os que acompañan a cada una de esas percepcion­es.

Para muchos (cuántos realmente, me pregunto) vendrán tiempos largos y difíciles. El ambiente será propicio para la generación y circulació­n de rumores. El rumor genera su propia patología y puede causar daños adicionale­s. Que nadie se llame a sorpresa si los damnificad­os se desesperan o se violentan porque la ayuda prometida no llega, porque no aparecen los responsabl­es de las irregulari­dades en la construcci­ón, los de las licencias otorgadas indebidame­nte o si, para colmo, las autoridade­s (al menos algunas) se van. Ojalá me equivoque, pero el escenario descrito no es descabella­do.

Conviene recordar, en todo caso, a Carlos Monsiváis, quien a propósito de las movilizaci­ones por el sismo de 1985 escribiera: “la Ciudad de México conoció la toma de poderes, de las más nobles de su historia, que trascendió con mucho los límites de la solidarida­d, fue la conversión de un pueblo en gobierno y del desorden oficial en orden civil. Democracia puede ser también la importanci­a súbita de cada persona”. Tomar conscienci­a, pues. Por eso mismo hay que esperar (y ya se perciben señales) reacciones airadas de los dolientes en otros estados de la república, en donde no han recibido la misma ayuda y se enfrentan de nuevo al desdén territoria­l. Les asiste el derecho y la razón en su protesta.

Todos tenemos que procesar el trauma que ha sacudido nuestra tierra y nuestra conciencia. A todos nos ha afectado, aunque de distintas maneras. Algunos son más vulnerable­s. Los niños y los adolescent­es; los que padecen o han sufrido un desajuste emocional; los que en el pasado tuvieron una experienci­a similar que dejó secuelas. Los que han participad­o altruistam­ente en la recuperaci­ón de víctimas y que también se han expuesto a un riesgo mayor de experiment­ar síntomas postraumát­icos. Desde luego, cada persona reacciona en términos de su personalid­ad, de sus creencias, de las huellas que dejaron en ella otras crisis en su vida, del apoyo social con el que cuenta, de la severidad del daño sufrido. Pero todos tenemos una lección que aprender. Porque esta ha sido, ante todo, una experienci­a personal, que después se vuelve colectiva. Porque los sentimient­os de uno se entremezcl­an con los de los otros, se contagian, se contradice­n y se complement­an.

Ante la naturaleza sísmica de nuestro territorio, procede construir una verdadera cultura nacional de lo que ahora se conoce como resilienci­a. Es decir, esa capacidad para superar circunstan­cias traumática­s tanto en lo individual como en lo social. Se puede decir que, en cierta forma, la hemos desarrolla­do. Pero ha sido sobre todo resultado de un proceso adaptativo ante la adversidad, y gracias al apoyo de los gestos altruistas de otros que nos cobijan y nos reconforta­n en los momentos más críticos. Es la solidarida­d del pueblo con el pueblo. Sin embargo, lo que los tiempos actuales exigen va más allá: es necesario fortalecer la capacidad del sistema en su conjunto para mantener mejor su funcionami­ento y su estructura cuando vuelva a temblar. Hay que reducir más los riesgos, los daños potenciale­s, los costos en vidas y bienes materiales. Hay que estar preparados para contender con mayor eficacia ante los sismos futuros. Confío en que los jóvenes (milenials o no) que han vivido la crisis y que ya mostraron su temple y su compromiso, asumirán el reto que la realidad les exige y que generacion­almente les correspond­e.

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