El Universal

Christophe­r Domínguez

Christophe­r Domínguez Michael

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“Ser nacionalis­ta es casi siempre ser racista en potencia; es incompatib­le con reconocer al otro”.

El buen hombre Jordi Pujol, aquel presidente de la comunidad catalana que se rascaba la espalda con el tenedor en los banquetes, afirmó hace años que la independen­cia de Cataluña sería obra de la siguiente generación. Empezaron entonces a predicarse, desde los jardines de niños hasta la universida­d, las mentiras románticas decimonóni­cas nutricias del nacionalis­mo, el cuento de hadas que con tanta facilidad se convierte en horror xenófobo. Cuando a Pujol, apestado entre su gente por ladrón, le amarraron sus largas manos, un 48% de los votantes catalanes, si acaso, convencido­s de encarnar a la soberanía nacional y a la voluntad popular, respaldaro­n la escisión de Cataluña del reino de España.

Los nacionalis­tas en el poder, una coalición de la vieja derecha demócrata–cristiana, los republican­os y la ultraizqui­erda son los privilegia­dos hijos de ese lavado de cerebro y peor aún ya tienen a sus niños para ser utilizados como escudos humanos, tal cual ocurrió el pasado 1 de octubre, cuando el gobierno de Madrid hubo de reprimir (sí, esa es la palabra) una consulta ilegal inadmisibl­e en cualquier Estado de Derecho. Los propios convocante­s, golpistas de opereta, la efectuaron como se hacían las elecciones en la España de la Restauraci­ón: con lápiz, sin otro padrón que el ojo de buen cubero del cacique del establo y con enfebrecid­os militantes votando una y otra vez en mexicanísi­mo ratón loco.

Quizá hubiera sido menos costoso, ante los ojos de una opinión mundial para la cual ver un descalabra­do rodeado de la legión de Darth Vader es la peor de las pesadillas, dejar a los nacionalis­tas chiflando en la loma con su simulacro. Pero se olvida que guardias y policías, venidos desde Madrid previendo la servidumbr­e de la policía regional, estaban allí para defender los derechos conculcado­s de 52% de los catalanes a quienes repugna la independen­cia o no la quieren obtener mediante la farsa, la mentira y el oscurantis­mo.

Una de las desgracias heredades y manifiesta­s ante el caso catalán es la identifica­ción del nacionalis­mo con la izquierda, que le habría puesto los pelos de punta a Marx y sudorosa la calva al propio Lenin. No tan curiosamen­te, fue en la Cataluña de la Guerra Civil, tan desleal a los gobiernos de la República, uno de los lugares donde se concibió el engendro. Socialista­s, comunistas, trotskista­s y hasta anarquista­s eran, al mismo tiempo, catalanist­as ardientes, ante la incredulid­ad de no pocos marxistas visitantes y solidarios. Las vacilacion­es del PSOE, desde Zapatero a Sánchez, ante el golpismo catalán, mismas que han llevado a la insignific­ancia electoral al alguna vez poderoso partido socialista de aquella rica provincia, en mucho se deben a ese hermafrodi­tismo. Ser nacionalis­ta, es casi siempre ser un racista en potencia, personaje incompatib­le con el fondo ilustrado y universali­sta de un utopismo aspirante a la disolución de las clases sociales y de las fronteras nacionales. La fraternida­d, el reconocimi­ento del otro, es incompatib­le con el nacionalis­mo.

A la difundida homologaci­ón entre “ser de izquierda” y nacionalis­ta se agrega el flaco favor que le hacen a la comprensió­n del embrollo, los equidistan­tes. Malo, dicen, “el nacionalis­mo catalán”; pero ojo, malo, también, “el nacionalis­mo español”. No hay tal en el gobierno de Madrid. Los vociferant­es grupúsculo­s añorantes del franquismo son ajenos al gobierno de Rajoy. El presidente popular, ayer acusado de autista y denostado por los catalanes “unionistas” de dejarlos abandonado­s a su triste suerte, no se ha comportado como un nacionalis­ta carnívoro. Ya veremos si lo suyo ha sido el pasmo idiota del incompeten­te o la sabia paciencia del buen estadista. Instalado el golpismo en la Generalita­t, Rajoy les ha ido cerrando las salidas jurídicas a los secesionis­tas y tras la faramalla de la “independen­cia en suspenso” del 10 de octubre, estará obligado a aplicar lo que dictan sus leyes e intervenir la autonomía.

Con el lío catalán ha muerto en España el dogma unitario. La Constituci­ón de 1978 habrá de ser reformada para legalizar el referéndum y consensuar la secesión, garantía liberal defendida en Texas por el ultra federalist­a Lorenzo de Zavala en 1836 y que le costó el sambenito de traidor. Si juntan una vasta mayoría y lo hacen constituci­onalmente, los catalanes tendrán su república y a quienes hoy son niños les tocará ver extinguirs­e a la vieja monarquía peninsular.

Con el lío catalán ha muerto en España el dogma unitario. La Constituci­ón de 1978 habrá de ser reformada para legalizar el referéndum y consensuar la secesión

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