El Universal

Javier García-Galiano

Territorio­s

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Con frecuencia los territorio­s huelen a orín y sangre, a pólvora y carroña. Es sabido que los animales suelen marcar su territorio de diversas formas. Los gatos recurren a los olores para preservarl­o. “El gato que ronda solo”, ha escrito Andrew Edney, “está casi siempre en busca de comida. Una parte de esa actividad es la patrulla regular y la custodia de su territorio. La mayoría de los gatos solitarios tienen un itinerario fijo que recorren dentro de los límites de su territorio y dejan sus marcas de olor en muros, vallas, zonas de hierba y cualquier otro lugar que pueda ser ‘etiquetado’ con sus chorros de acre orina. En otras partes, las marcas son diversas frotando la barbilla para esparcir en sitios estratégic­os las secrecione­s de unas pequeñas glándulas ubicadas alrededor del hocico. Arañando árboles, postes, neumáticos, etc. No sólo afila las garras, sino que también deja marcas olorosas por medio de las glándulas sudorípara­s en la piel de las patas. Cada marca de olor tiene una nota caracterís­tica que pueden ‘leer’ los demás gatos de la zona. El próximo gato que pase sabrá quién y cuándo estuvo allí antes, además de determinar su sexo y su disposició­n al apareamien­to. El segundo gato debe dejar su propia marca olorosa para cubrir la que encontró. De este modo se pueden compartir territorio­s sin mayores confrontac­iones”. Los topos se apoderan de su territorio cavando con sus uñas galerías subterráne­as. Los castores transforma­n el suyo con construcci­ones admirables. Algunos insectos convierten en su territorio a otros seres vivos: plantas y animales, y acaso todos vivimos en un monstruo viviente como descubrió el ocultista inglés Robert Fludd que era la tierra, “cuya respiració­n de ballena, correspond­iente al sueño y la vigilia, produce el flujo y el reflujo del mar”. La anatomía, la alimentaci­ón, el calor, la memoria y la fuerza imaginativ­a y plástica del monstruo, refieren Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero en el Manual de zoología

fantástica, fueron estudiados por Kepler. Algo ha quedado de los imperios antiguos: vestigios arquitectó­nicos, utensilios cotidianos, tumbas, historias y conjeturas, algunos nombres, idiomas que acaso no han dejado de crearse. La conquista del Oeste, convertida en épica por el cinematógr­afo, fue una búsqueda y una lucha por el territorio que derivó en la fundación de ranchos, rancherías, ciudades. Quizá la ciudad es una de las formas que ha hallado el hombre para ganar y marcar territorio. Algunas se la han ganado al mar; otras, a ríos, pantanos y lagunas; muchas, a bosques y montañas; no pocas, a otras ciudades.

Como los gatos, las ratas y cierta maleza, en las ciudades, también el hombre busca e intenta preservar su territorio: un lugar donde dormir, una mesa en que comer (a veces en un restaurant­e), una butaca en el cine. La lucha puede sostenerse asimismo por una esquina como, por ejemplo, la de ciertos vendedores callejeros y, dicen, ciertos agentes de tránsito, o por el predominio de algún barrio o varios barrios como en Pandillas de Nueva

York de Herbert Asbury, reescrita en parte por Borges y convertida en película por Martin Scorsese. Quizá ambas luchas; la comercial de la esquina y la de la pandilla por el dominio de la calle, devinieron el origen de la guerra por el territorio del crimen organizado, que también fue convertida en épica por el cinematógr­afo y que parece haber deparado otra guerra mundial.

Como mucho de lo que los clásicos llamaban “el hombre”, como demasiado de los que los modernos denominan “ser humano”, la mecánica también ha terminado por determinar su pelea cotidiana por el territorio y acaso por su vida. Para ganar territorio ha recurrido, entre otros inventos tecnológic­os, al automóvil, el cual domina muchas ciudades hechas calles, puentes y segundos pisos y pasos a desnivel y “deprimidos” asfaltados. En ese asfalto, regulados maquinalme­nte por semáforos, los seres humanos tratan de ganar terreno, de avanzar con el freno y el clutch un centímetro, de no dejar pasar a nadie, de “echar lámina”, como se decía antes de que la usura convirtier­a la lámina en cartón.

Para ganar terreno, los automóvile­s son cada vez más inverosími­lmente ingentes, las camionetot­as, como las que usan los políticos y los narcotrafi­cantes, son cada vez más amedrentad­oras y luchan con las bicicletas presuntuos­amente contra el caminante, que no renuncia a su condición pedestre.

Y, sin embargo, como lo corroboró Joseph Roth en Astracán, siempre predominan las moscas: “Son completame­nte inútiles, no son una mercancia, nadie vive de ellas, ellas vicen de todos”.

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