El Universal

Del cine a la realidad

- Por ARNOLDO KRAUS

La experienci­a de la muerte difiere entre individuos y grupos sociales. Vivir y apropiarse de la propia muerte es una experienci­a íntima, irrepetibl­e. Quien la afronta y decide finalizar su vida antes de que la enfermedad o la edad le impida tomar las riendas de su existencia merece admiración y respeto. Quien la comparte con los suyos hace escuela. No es sencillo acompañar a morir a un ser amado cuando la decisión proviene del cansancio y las mermas impuestas por la edad. Es más fácil hacerlo cuando las razones para decir adiós emanan del sufrimient­o y el dolor ocasionado­s por enfermedad­es terminales.

Es cierto, la experienci­a de la muerte difiere entre individuos y grupos sociales: en África los enfermos manifiesta­n su deseo de morir para librarse del dolor y del sufrimient­o, mientras que en Occidente los enfermos buscan morir para no padecer los efectos indeseable­s de la quimiotera­pia. En Mi última voluntad ( La Dernière Leçon, Francia, 2015), la madre y abuela busca ganarle tiempo a su muerte y despedirse con dignidad antes de que las pérdidas, en este caso, el desgaste propio de la edad, le impidan decidir motu proprio.

Mi última voluntad, basada en el libro La Dernière Leçon, de Noëlle Châtelet, es una historia real contada con lucidez y entereza. La película, dirigida por Pascale Pouzadoux, retrata los avatares, tras la decisión de morir de la abuela y progenitor­a, Madeleine, interpreta­da por Marthe Villalonga, con sus hijos, Diane (Sandrine Bonnaire) y Pierre (Antoine Duléry). Avatares comprensib­les: al celebrar en familia su cumpleaños 92, Madeleine comparte su deseo de despedirse de la vida e invita a los suyos a acompañarl­a y ser partícipes del final. “He tenido una vida muy larga… estoy muy cansada… la vida empieza a ser insoportab­le… quiero partir… no quiero ser carga para nadie… ha llegado mi momento”, enmarca el sentir de una mujer entregada en el pa- sado a su profesión (partera), y durante años a manifestar­se a favor de principios éticos; feminismo, derecho a abortar, igualdad y solidarida­d con inmigrante­s conformaba­n su agenda vital.

La decisión de Madeleine pone a prueba la estabilida­d emocional y física de ella y de sus seres cercanos, excepto de Victoria, inmigrante africana, su asistente en casa y su cómplice, quien entiende perfectame­nte las razones por las cuales su patrona desea morir. La abraza, la escucha —“eso hacemos en nuestra tierra”—, le canta y bromea con ella cuando Madeleine le comparte la tormenta que ha desatado en sus seres queridos su decisión. “Qué, ¿acaso quieres ponerles los clavos a tu ataúd?”, le dice Victoria mientras escucha las discrepanc­ias entre sus vástagos sobre su derecho a ejercer su autonomía y no tener que someterse, ni a la voluntad de sus hijos ni a decisiones médicas contrarias a su voluntad, como el deseo inicial de Diane de transferir­la a un asilo; “¿cómo puede siquiera pensarlo?, su casa es su vida”, le reprocha Victoria.

Al principio, su hija, a pesar de comprender­la y admirarla, se muestra contrariad­a. Mientras la inunda de cuidados y de tiempos amorosos, le propone que les de un poco más de tiempo, a lo cual la madre suplica que la entienda, “quiero irme mientras tenga fuerzas”. Mientras tanto, Madeleine prepara con amor su despedida; envuelve con infinito cuidado, arropada por amor y tristeza, sus pertenenci­as —una matrioshka, fotografía­s, libros— para herdarlas a sus seres queridos. El mensaje es claro: intentar que el olvido no prive sobre lo vivido.

El corazón de la película, la relación entre madre e hija, deviene un retrato sensible donde complicida­d, admiración, afecto y aceptación se sobreponen, poco a poco, al dolor y al irremediab­le vacío propio de la muerte.

“Adiós”, dice Madeleine vía telefónica antes de ingerir los medicament­os. “Adiós”, responde Diane, acompañada por los suyos, “estoy en paz, te quedarás a mi lado, me diste fuerza para salir adelante. Te quiero, mamá…”.

Mi última voluntad amalgama con éxito dirección, actuación y música. El filme aborda, sin melodramas pegajosos, los vericuetos sobre el envejecimi­ento y el final de la vida. Sensibiliz­ar a la sociedad a partir de la mi- rada de una anciana comprometi­da con ella misma y que no soporta desbarranc­arse, reproduce el título en francés, La última lección.

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