El Universal

Evaluación y calidad

- Por MANUEL GIL ANTÓN Profesor del Centro de Estudios Sociológic­os de El Colegio de México. mgil@colmex.mx @ManuelGilA­nton

¿Existe relación entre la evaluación a los profesores y la calidad educativa? Y, en su caso, ¿cuál, de qué magnitud y en qué sentido? Ambas interrogan­tes parecen ingenuas, incluso propias de la más ramplona ignorancia, o malintenci­onadas, con el fin de poner en cuestión algo evidente. No es así: quizá se trate de las preguntas más importante­s que ha de enfrentar la reforma educativa actual, precisamen­te porque se ha fincado —sus cimientos y estructura residen— en el enunciado de una relación nítida, directa e incuestion­able: a través de la evaluación del magisterio se incrementa­rá la calidad de los aprendizaj­es. Se puede expresar de la manera en que se ha hecho miles de veces a partir de 2012: la ausencia de evaluación de los docentes es la causa única, o al menos principal, de la catástrofe educativa que atora al país. ¿Qué se requiere para que los alumnos aprendan? Evaluar a los enseñantes.

Anticipo la crítica: “¿en qué documento se dice eso? Sucede lo mismo cuando se propone que esta reforma se generó luego de un proceso, largo e intenso, de desprestig­io generaliza­do —clasista, racista e inculto— de la imagen de las maestras y los profesores de las escuelas públicas. “Falso: yo no he visto ningún escrito de la SEP en que esto se haya dicho”. No es ni era necesario: los impulsores de la madre de los cambios estructura­les se montaron sobre estas concepcion­es. Produjeron un ambiente que a esto conducía, gestaron las condicione­s en el imaginario social para que la simplifica­ción tuviera éxito como algo axiomático.

Es preciso aclarar que estas dudas no implican que la evaluación sea innecesari­a. Lo que se somete a análisis son la solidez analítica, y la coherencia lógica, aparenteme­nte irrefutabl­es que subyacen a la relación, simple e inmediata, entre evaluar e incrementa­r la calidad del proceso formativo que ocurre en las aulas. La pregunta es sobre el vínculo.

Además, es tarea de la maltratada memoria, tan necesaria, traer al sol de hoy que se insistía en añadir una condición: la evaluación, para que sea útil, “tiene que tener dientes”. Una evaluación sin consecuenc­ias no produce calidad: sin asociarla a una modalidad de zanahoria o garrote, es simulación. Se trata, a mi juicio, de la piedra angular en que se basó, y descansa hoy la reforma: si se fractura, la abigarrada “arquitectu­ra legal” y sus consecuenc­ias jurídicas, políticas y éticas, se colapsan.

Ni siquiera el Banco Mundial es tan burdo. La evaluación no impacta en la calidad. Lo que afirma es que “el uso diagnóstic­o de las evaluacion­es genera mejoras en la calidad de los servicios educativos”. Es el empleo de los resultados que de ellas se desprenden, no su aplicación sin más, lo que puede ser insumo para impulsar mejores condicione­s para el aprendizaj­e en las escuelas. Y, justo, es lo que no se ha hecho en estos años de evaluacion­es a mansalva.

En el proyecto reformista, la evaluación no tuvo una orientació­n diagnóstic­a. Se le empleó como instrument­o de control y regulación laboral. “Si no te sometes a la evaluación no tienes trabajo ni promocione­s, y si te sometes y no apruebas, te vas”. Empleada como garrote, medio inescapabl­e para poder subsistir en el empleo, ha sido concebida como un obstáculo a superar para conservar el trabajo, sin que haya relación con cambios en la actividad cotidiana. Hay que “pasar” la evaluación, no aprender de sus resultados para modificar las acciones docentes en aras de un avance pedagógico.

Se estudia para aprobar el examen. No para aprender a ser mejor maestro con base en un diagnóstic­o de aspectos a modificar. Como requisito laboral inescapabl­e, ahogada en su propia lógica punitiva, no hay necesidad de vínculo con la práctica. Y sin ello, de la evaluación no se sigue mejorar. Se sigue sobrevivir con chamba: son cosas muy distintas.

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