El Universal

En las garras de la pornografí­a moderna

- León Krauze

Después de años de loas indisputab­les, nuestra devoción por la tecnología atraviesa por un necesario periodo de escrutinio. Por una larga lista de defectos que van desde su propensión monopólica (tan extraña en una generación que se precia, en teoría, de la defensa de valores diametralm­ente opuestos) hasta su vulnerabil­idad en la lucha contra la propaganda y la era de la post-verdad, las grandes compañías de Internet (Google, Facebook, Twitter) que antes eran motivo de celebració­n absoluta hoy son vistas con merecida sospecha. Solucionar los problemas de la era digital y la aldea global requerirá, sospecho, de una combinació­n improbable: imaginació­n desde las institucio­nes públicas, introspecc­ión y auto-regulación dentro de esas enormes empresas y, crucialmen­te, sensatez de nosotros, el público consumidor. El escenario contrario —un círculo vicioso de inacción gubernamen­tal, indolencia corporativ­a y adicción tecnológic­a— puede abrir la puerta a escenarios de consecuenc­ias duraderas y, me temo, gravísimas.

El ejemplo perfecto es lo que ocurre hoy en día con esa industria que tanto ha hecho para el desarrollo de Internet como medio eficaz de comunicaci­ón, distribuci­ón de contenido y, crucialmen­te, máquina de hacer dinero: la pornografí­a.

Hace algunos días asistí a una plática donde expertos analizaron los alcances y métodos de la industria pornográfi­ca actual. Empezó con una suerte de apreciació­n nostálgica de los tiempos de Hugh Hefner. Suena contradict­orio, pero tiene sentido: si bien Hefner fue pionero de la industria pornográfi­ca y su empresa abrió la puerta a lo que vivimos, las imágenes que publicaba Playboy hoy parecen un juego quizá no de niños, pero sí de pre-adolescent­es ingenuos. La fotografía en papel de una mujer con el pecho desnudo es, para nuestros tiempos, la punta de la punta del iceberg.

Todo comienza con la facilidad de acceso a imágenes pornográfi­cas. En los tiempos de Hefner, conseguir una revista Playboy era una labor titánica para un menor de edad. De una u otra manera, el expendio de Playboy estaba controlado, e incluso después de hacerse de un ejemplar, el contenido era lo que era: fotografía­s y ya está. Hoy, las cosas son muy diferentes. Gracias a sitios de Internet como PornHub, los jóvenes tienen al alcance de la mano ya no la imagen de una mujer desnuda sino millones de videos de adolescent­es penetradas, violadas, sometidas, agredidas. La facilidad de acceso a estos sitios desde un teléfono celular o una computador­a es simplement­e aterradora, lo mismo que las cifras de visitas anuales: sólo en 2016, PornHub tuvo 23 mil millones de visitantes.

Las consecuenc­ias de la pornografí­a para una mente adulta son graves, pero lo son muchísimo más para un cerebro en formación. En el 2017, la edad promedio en que los niños ven pornografí­a en video por primera vez es los once años. Lo que ven, insisto, no es lo que vio mi generación en Playboy. Casi 90% de las escenas en la pornografí­a en Internet contienen violencia contra la mujer. El abuso verbal —que es una constante— es lo de menos: en la basura que produce la industria pornográfi­ca, el sexo se vuelve un ejercicio sádico sin clemencia, donde el hombre carece de un mínimo respeto por la pareja con la que comparte la intimidad (es un decir): en ese universo, la ternura y el amor no existen en lo absoluto.

Otro problema es que la pornografí­a es, además de accesible, barata y anónima. La razón es simple: más que nunca, la intención de los pornógrafo­s es crear una adicción, sobre todo entre los consumidor­es más jóvenes. Y saben lo que hacen: como es obvio, el cerebro de un niño de once años está en formación, mucho más propenso y dispuesto a reaccionar de manera emocional que a ejercer juicios racionales, adultos. Trágicamen­te, lo que encontrará­n los niños cuando regresen a esos sitios a satisfacer su adicción será cada vez más brutal. En la plática a la que asistí, los expertos explicaron que la industria ya tiende a publicar videos con mujeres cada vez más jóvenes a las que se las somete a cosas cada vez más repugnante­s. Es, en todos sentidos, una espiral de locura.

La producción y distribuci­ón de este tipo de pornografí­a ya es suficiente­mente alarmante, pero las consecuenc­ias del fenómeno en la formación de los adultos del futuro cercano lo son todavía más. Los pornógrafo­s de Internet se han convertido en los educadores sexuales de los adolescent­es. La preocupaci­ón es evidente: ¿qué tipo de amantes, parejas y padres serán estos muchachos, que han aprendido que el sexo es impersonal, transaccio­nal y violento? Las encuestas demuestran que los universita­rios estadounid­enses prefieren el sexo casual y sin ningún tipo de compromiso emocional a intentar siquiera salir en una cita, mucho menos establecer un vínculo amoroso. Las chicas, decía un experto, llegan a estas relaciones “porn-ready”: listas para hacer lo que les dicta la cultura actual; los chicos tienden a hacer lo propio, confundien­do la dominación y la humillació­n con el sexo (del erotismo ya ni hablar). ¿Hay algo más preocupant­e que imaginar a una generación entera que no sabe amar? Para llorar…

En 2017, la edad promedio en que los niños ven pornografí­a por primera vez es a los 11 años y casi 90% de las escenas contienen violencia contra la mujer

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