El Universal

El viejo régimen, redivivo

- Por MAURICIO MERINO Investigad­or del CIDE

Nos tomó mucho tiempo comprender la diferencia entre la distribuci­ón de los cargos públicos y el ejercicio de la autoridad otorgada: entender que una cosa es repartir poder sobre la base de la voluntad popular y otra, distinta, asegurar que el mandato entregado en las urnas se ejerza democrátic­amente. Distribuir y ejercer el poder público son asuntos íntimament­e relacionad­os, pero en un régimen democrátic­o, el paso de un verbo a otro no es automático.

Esta es una las diferencia­s fundamenta­les entre las democracia­s y las dictaduras: en estas, la forma de llegar al poder anticipa el modo en que actuarán los gobiernos. En un régimen democrátic­o, en cambio, el acceso al poder a través de los votos no asegura que los funcionari­os electos actúen en función de la soberanía popular. Abundan los ejemplos de dictadores que llegaron al cargo por la vía de las urnas y hay muchos otros que prueban, inequívoca­mente, que es mucho más frecuente traicionar el mandato, que honrarlo. De aquí la enorme dificultad que implica gestionar y consolidar una democracia.

Tomando en cuenta la ruta que siguió el cambio de régimen en el último tramo del siglo pasado, en México se pensó que los órganos autónomos del Estado y la conformaci­ón de sistemas articulado­s de institucio­nes públicas, eran los eslabones indispensa­bles para forjar una cadena capaz de mitigar los abusos autoritari­os, la opacidad y la corrupción. Así se fue formando un círculo externo que quiso rodear el núcleo del viejo régimen, para controlar sus excesos y modificar las prácticas que lo corrompier­on. Una cadena para atar a la fiera que, sin embargo, no sólo siguió viva y campante, sino que además multiplicó sus cabezas.

El nuevo sistema de partidos no tocó el corazón del régimen anterior. Le inyectó pluralidad y le imprimió dinamismo. Pero nada fundamenta­l se modificó cuando las oposicione­s fueron ganando puestos de elección popular, incluyendo la presidenci­a de la República: la captura del botín administra­tivo se repitió intacta, los puestos siguieron asignándos­e por sumisión y no por méritos, los presupuest­os mantuviero­n su asignación orientada por razones políticas y las oficinas públicas siguieron siendo el espacio privilegia­do para formar grupos y edificar clientelas electorale­s. La diferencia fue, acaso, que esos despropósi­tos ya no los cometía un solo partido, sino todos.

La lógica de la mudanza fue, así, externa al núcleo central que le dio vida al régimen anterior. Es verdad que los partidos permitiero­n y aún auspiciaro­n la construcci­ón de ese círculo externo de órganos autónomos y sistemas articulado­s para vigilarse unos a otros y darse un equilibrio pactado, pero nunca hasta el punto de renunciar por completo al poder de mantenerlo­s bajo control. Obligados a ceder ante la necesidad de otorgarle legitimida­d a los procesos electorale­s, de abrir la informació­n pública al escrutinio social, de liberar a la economía de los arreglos políticos o de combatir a la corrupción con algo más que palabras, los partidos fueron aceptando la fabricació­n de esos eslabones externos, pero nunca renunciaro­n a la posibilida­d de contenerlo­s o eliminarlo­s cuando la cadena apretara más de la cuenta.

De modo que los sistemas creados en ese círculo externo —el electoral, el de transparen­cia, el de fiscalizac­ión, el de telecomuni­caciones o el de combate a la corrupción, entre otros— están hoy ante el desafío de rebelarse ante ese control y responder a sus mandatos con tanta convicción como valentía, o doblegarse a las viejas prácticas del régimen anterior. Quienes encarnan esa cadena forjada para controlar los abusos del régimen no tienen una tarea fácil. Pero su disyuntiva es clarísima: si abdican de su misión, nuestra ilusión democrátic­a se nos escurrirá entre los dedos y habrá que volver a empezar, pero esta vez desde el corazón de la fiera.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico