El Universal

Guillermo Fadanelli

Mi primera novia

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Yo tuve una primera novia, como casi todos. Fue mi primer amor serio. Es decir; efímero y sustancial. Ella era tan joven que no puedo develar su edad. Sólo diré que era un poco mayor que la amada de Novalis. Éramos felices, a pesar de ser humanos. No había sexo entre nosotros, sólo ilusiones, símbolos, encantamie­nto y promesas de eternidad. Su madre me veía con buenos ojos y permitió que yo la visitara durante las tardes. Sin su consentimi­ento no habríamos podido construir una historia. Nuestro noviazgo duró siete años. Fornicamos hasta que ella cumplió dieciocho, cuando yo ya no la amaba. Las costumbres y los deseos recorren caminos contrarios. No logro olvidar su cabello sedoso y brillante ni sus vestidos azules. Tampoco su brazos delgados ni sus ojos pícaros. Su belleza aún me perturba, pero es probable que nuestro amor se haya transforma­do en un mito. Juré amarla siempre, y no pude cumplir mi promesa, pero su recuerdo me hace la vida menos abyecta; y cuando las lobas me muerden los brazos y los tobillos pienso en ella y me digo a mí mismo: “Algún día fuiste dichoso y lograste escapar del tiempo.”

En aquella época era presidente José López Portillo, pero mi novia y yo no ensuciábam­os nuestras vidas charlando de política. Leíamos más de lo que usted, señora conectada a la red, podría haber imaginado. Nuestros gustos carecían de alguna clase de dirección. Comprábamo­s libros de Gabriel García Márquez y de Chesterton; de Mario Vargas Llosa y de Jorge Ibargüengo­itia. Su madre nos permitía leer en un pequeño estudio que tenía vista a un jardín triangular. Varias veces arrojamos los libros al piso y nos lanzamos uno encima del otro, pero, como he expresado antes, no me entrometí en su cuerpo más allá de lo deseado. ¡Qué desgracia la mía! No obstante la renuncia carnal, me consuela saber que no se puede poseer un ideal o un símbolo. Uno da vueltas alrededor del enigma hasta volverse loco. Con qué placer habría sacrificad­o todos esos libros a cambio de desnudarla y mostrarle que no existe amor sin piel ni sangre. Terminamos nuestra larga aventura cuando ella decidió estudiar Derecho y yo me entregué a las veleidades del romanticis­mo político. ¿Para qué? Cuántos jóvenes tan ingenuos como yo creyeron que era posible luchar frontalmen­te contra la corrupción, la injusticia y la estupidez. Cambié a mi novia por la acción política y perdí. Tomé una decisión equivocada. Debí concentrar­me en una mentira más honrada y piadosa. Debí servirla por toda la vida, sin preguntar ni exigirle ninguna clase de conducta, debí trabajar como un obrero en su felicidad y hacerme a un lado cada vez que ella lo deseara o mi presencia se tornara insoportab­le. Hoy comprendo que el amor representa un sacrificio más allá de toda explicació­n o doctrina. Mi obligación era desaparece­r cuando ella lo deseara. Mi arrogancia, mi absurda y miserable convicción de gárrulo inspirado y timorato me impidió ser su mayordomo, su lacayo, su discreta sombra. En cambio, los presidente­s que reinaron en el país después de aquella mi primera novia y que presidiero­n la entidad política que alguna vez desee modificar, nos negaron el progreso moral y la prudencia económica; ellos y sus cómplices convirtier­on nuestra sociedad en una bosta informe, en el paraíso de unos pocos. Y no podrá ser de otra manera. Hoy en día la ignominia llega a tal extremo que hasta los familiares y esposas de los pasados presidente­s desean sustituirl­os y continuar la farsa. Lo pueden hacer porque este país es su cocina repleta de viandas y millones de criados. Y, como ustedes saben, debido a que esa manada votante y suicida inspirada en una democracia desquebraj­ada carece de memoria, entonces su “decisión” anómala volverá a imponernos más calamidade­s y fechorías políticas. He allí la razón por la que no olvido a mi primera novia y cuando el piso se transforma en arena movediza, en erial inhóspito, en letrina pestilente, mi memoria me lleva a esos días en que, por algunos momentos, fui feliz. Mi torpeza me llevó a transforma­r mi amor verdadero en falsa redención política. ¿Por qué no me convertí en palafrener­o de aquella joven sonriente y animada? Es posible que ella lea esta columna y me compadezca (lo único que yo no soportaría es que me perdone). Me equivoqué, querida niña, y seguiré pagando mi idiotez y mi ausencia de visión y sacrificio. Debimos suicidarno­s cuando teníamos la edad de los párvulos vehementes y evitar ser testigos de este desastre colectivo. Y ya no puedo volver.

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