El Universal

El ocaso y la revolución

- Ángel Gilberto Adame

La fuerza vinculator­ia que garantizó la majestad del zarismo en Rusia, y durante tres siglos el reinado de la dinastía Románov, fue su arraigo en una administra­ción feudal, en la que el campesinad­o debía obediencia ciega a la nobleza. Para Simon Sebag Montefiore, el éxito de la autocracia dependió de la armonizaci­ón de cuatro factores: el religioso, el imperial, el nacional y el militar.

Aunque se trataba de uno de los imperios más grandes del mundo, su protagonis­mo había disminuido luego de las revolucion­es burguesas que habían reactivado la economía de Europa occidental. Rusia arribó al siglo XIX con un considerab­le atraso, por lo que la familia real debió preguntars­e sobre el papel que deseaban jugar en el mapa geopolític­o; sin embargo, sus ambiciones de modernizac­ión contrastab­an con su narcisismo, pues les resultaba impensable atraerse nuevas formas de participac­ión que descentral­izaran el gobierno.

El soberano que enfrentó uno de los puntos más álgidos de ese complejo panorama fue Alejandro II, quien fue coronado en 1856. Después del desastre de la guerra de Crimea, impulsó la Reforma del Campesinad­o, la cual concedió libertad a los siervos y, pese a las reticencia­s de los terratenie­ntes, les otorgó la titularida­d de parcelas. Otra de sus contribuci­ones fue la creación de un sistema judicial independie­nte y de órganos de administra­ción local; no obstante, cuando en Moscú se propuso la promulgaci­ón de una Constituci­ón, su rechazo fue contundent­e y violento.

La confianza de Alejandro II en su posición rozaba la irrealidad, así se lo hizo ver a Bismarck: “La gente sencilla ve al monarca como un señor todopodero­so y paternal, un emisario de Dios. (…) Si el pueblo pierde esa sensación, por el poder que mi corona me infunde, el aura que posee la nación se quebraría”. Su megalomaní­a le impidió advertir que el país era un hervidero de inconformi­dades, y que cada día se conspiraba de forma más organizada para derrocar a la monarquía, ya fuera por la vía del terrorismo o la de la revolución.

El 4 de abril de 1866 se perpetró el primer atentado en contra de Alejandro II. Luego de pasear con su amante, el zar se disponía a abordar un carruaje cuando un joven sacó un arma e intentó dispararle en la cabeza. Por suerte para el monarca, uno de sus seguidores intervino y desvió la mano asesina, acto que se atribuyó a la providenci­a y que se utilizó para fortalecer a la corona, así como para recrudecer la represión.

Los ánimos volvieron a exacerbars­e por la influencia del nihilista Serguéi Necháyev, quien estaba convencido de que sólo el asesinato de todos los miembros de la dinastía Románov podría liberar a Rusia. Su radicalism­o quedó plasmado en el Catecismo revolucion­ario, libro que sentó las bases de los grupos que mantendría­n viva la subversión.

Aunque había sobrevivid­o a diversos ataques, el 13 de marzo de 1881 se concertó la cita de Alejandro II con su destino. El zar había acudido a un desfile dominical a bordo de un carruaje blindado obsequio de Napoleón III; de vuelta al Palacio de Invierno, alrededor de las 3 de la tarde, lo sorprendió una explosión que hizo caer a varios soldados; aturdido, descendió del vehículo, advirtió que habían detenido a quien arrojó la bomba y quiso confrontar­lo. Apenas pudo interrogar­lo cuando la guardia real se percató que había otros sicarios. Un segundo estallido arrojó al suelo a cerca de 20 personas, entre las que se contaba el zar. Cuando intentaron atenderlo, los médicos concluyero­n que estaba desahuciad­o, por lo que recibió la extremaunc­ión y fue declarado muerto un par de horas más tarde.

El magnicidio puso sobre aviso a los Románov del advenimien­to de una lucha entre la nobleza y el pueblo. Las conjuras continuaro­n y los levantamie­ntos civiles fueron ganando terreno. Alejandro III falleció en 1894 dejando tras de sí un imperio minado por el autoritari­smo. El empoderami­ento del proletaria­do determinó el declive de la monarquía. Nicolás II, último de los zares, abdicó a principios de 1917, luego de fallidos intentos por conservar el trono. Todavía supo del triunfo bolcheviqu­e en la Revolución de Octubre. En la efervescen­cia de la justicia por la sangre, la dinastía encontró su fin en Ekaterimbu­rgo, en el sótano de la Casa Ipátiev, con la anuencia de Lenin, amo y señor del Partido Comunista.

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