El Universal

Memento mori

“Soy el más legendario fotógrafo de muertos”, dice el protagonis­ta de esta historia, ubicada en la ciudad de Londres en el siglo XIX, quien por su oficio de retratista se ve en la misión de perseguir a un ser fantasmagó­rico que oculta sus crímenes en las

- Augusto Cruz POR

Para Cinthya Barrón, Daniel Mordzinsky y Gabrielle Hédouin

Pensé que mi siempre. Era una verdad ineludible que todos morirían algún día, y cuando eso sucediera, los muertos vendrían a mí para concederle­s la inmortalid­ad.

Soy el más legendario fotógrafo de muertos. El maestro en un oficio que agoniza. Lejos quedó el esplendor victoriano de la muerte. Las interminab­les filas de cadáveres y familiares aguardando en la puerta de mi estudio. Mi jardín convertido en sala de espera como un cementerio sin tumbas. Las elegantes mansiones que abrían sus puertas para recibirme como si de un noble se tratara. Su propia majestad la reina Victoria, confío en su discreción, caballeros, solicitó mis servicios para captar el cuerpo sin vida de un heredero ilegítimo a la corona, nacido y muerto el mismo día. Todo el tiempo su majestad se mantuvo a mi lado en silencio, tan imperturba­ble como el pequeño cadáver frente a nosotros. Ordenó una sola fotografía para un relicario que escondió en su pecho, al tiempo que me hizo prometer que destruiría la placa, lo cual desde luego cumplí como todo un caballero. El reconocimi­ento a mi trabajo me llevó a ser invitado del Gobierno alemán para visitar la casa de los muertos de Múnich, enigmático lugar donde los vigilantes nocturnos atan los pies de los fallecidos a un cordel con una campanilla, por si uno de sus huéspedes retorna desde el más allá. Un anciano cuidador me preguntó si alguno volvió a la vida durante el proceso fotográfic­o. Los muertos son clientes satisfecho­s que nunca regresan, le afirmé en mi último día de visita.

He visto demasiados cadáveres para reconocer cuando una persona está muerta y cuando no lo está, y el hombre de quien les hablo, caballeros, estuvo muerto frente a mí por varias horas. Descubrirl­o años después caminando por la calle fue lo que me condujo ante ustedes. Es imperioso que conozcan la historia completa. Mis fuerzas están disminuyen­do porque estoy tocado por la fatalidad.

Heredé el oficio de mi padre, quien fue asistente del famoso Joseph N. Niépce, padre

trabajo

duraría

para de la fotogra… ¿saben que ni siquiera tenían nombre para lo que habían descubiert­o y le llamaron heliografí­a antes que fotografía? Niépce, al contrario de Daguerre, fue un hombre de gran ingenio y de mayor generosida­d. Mi padre estuvo con él desde el principio. Colaboró en la famosa La vista desde la ventana en Le Gras tomada en 1826. La placa necesitó ocho horas de exposición para conseguir esa imagen borrosa que cada vez nos asombra menos, pero que a ellos les maravilló e hizo bailar de emoción. Niépce y mi padre eran como seres fantástico­s de otros mundos que hacían magia, magia lenta, pero magia al fin. Inexpertos alquimista­s que erraban, acertaban y volvían a errar, armados de los más variados instrument­os: planchas de peltre, betún de Judea, disolvente­s, petróleo blanco, gomas resinosas, asfalto disuelto en aceite de lavanda, petróleo blanco y sales de plata que utilizaban como falsos pinceles para crear imágenes destinadas a lienzos aún más falsos de cristal, estaño, cobre, peltre y hasta piedra. Imaginen lo inútil de una fotografía en piedra, cómo cargar o exhibir eso ante los amigos. Inventaron compuestos y soluciones de las que nunca apuntaban las fórmulas, no por envidia, sino por descuido. Sus éxitos o fracasos se medían en el número de gotas, en los tiempos de espera, en cómo agitar un frasco o en el mayor o menor tiempo de exponer la plancha a la luz.

Mi padre fue el primer hombre en aparecer en una fotografía, y el primero en morir por causa de una. Sabiendo que nadie soportaría posar durante ocho horas seguidas, a Niépce se le hizo fácil apuntar la cámara al sofá en el que mi padre durmió toda la noche. A la mañana siguiente, por la mano del hombre y su química, mi padre despertó inmortal. Murió de manera misteriosa. Niépce, quien vivía en Borgoña y odiaba París, pidió a mi padre viajar con la cámara y algunas muestras del trabajo logrado a la óptica de la familia Chevalier, con la intención de comprar un lente. Al siguiente día, mientras lo instalaba, dos hombres del gobierno francés le abordaron. Vincent Chevalier, óptico de segunda generación, sospechó que eran agentes del servicio secreto pero se abstuvo de decir algo. Mi padre se fue con ellos y nunca regresó. Tiempo después, la cámara, el lente y sus objetos personales llegaron por entrega especial a Borgoña sin ningún remitente. Las sospechas apuntan a que mi padre fue obligado a tomar ciertas… heliografí­as de un

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico