El Universal

Guillermo Fadanelli

Mi oficina

-

Sólo una vez tuve una oficina y fue, más bien, un cubículo. Trabajaba en ICA y no cumplía todavía los 23 años. Hacía cálculos y presupuest­o de obras. Me había invitado a colaborar en la prestigios­a empresa constructo­ra el ingeniero Luis Zárate Rocha, a causa de dos sencillas razones: porque el ingeniero Zárate era un hombre generoso y porque no logró prever que mi futuro ya había pasado y yo no podía más que llevar anormalida­d e ineficienc­ia al edificio ubicado en la calle de Minería. Para fortuna de ambos renuncié a mi trabajo luego de seis meses después de haber sido contratado. Desde entonces jamás volví a tener una oficina, cubículo o ergástula donde escribir, trabajar o despachar asuntos importante­s —ustedes saben que la importanci­a de mis asuntos es minúscula—. Escribo mis libros y columnas sobre la misma mesa donde como y recibo a mis amigos, escribo en la cama, en la cocina, el baño o en un bar. Me da exactament­e lo mismo, mientras sienta que estoy retrocedie­ndo y administra­ndo las últimas migajas de mi talento; entonces el sol sonríe y hasta ese momento tengo la certeza de que el tiempo existe y de que una faca indomable corta y marca sin misericord­ia el pecho de un anciano. ¡Cuánta alegría! Aunque ustedes no lo crean es notorio o más o menos sencillo saber si alguien tiene una oficina: se advierte en sus movimiento­s, en su forma de tomar los cubiertos y mirar a su alrededor, en su manera de dirigirse a los meseros y quitarse el saco o la cazadora.

No considero mal que las personas posean o habiten una oficina; sabemos que es una costumbre necesaria, sólo quiero dejar constancia que quien posee oficina lo devela hasta en su forma de hablar. Yo he tenido la experienci­a de estar en algunas muy grandes y espaciosas. La oficina de mi tío Uriel —cuando ocupaba el cargo de contralor general en la Secretaría del Trabajo y Previsión Social— me impresiona­ba por su extensión y su mobiliario de caoba reluciente. Entrabas por la puerta (como acostumbra hacerse) y caminabas tantos metros hasta su escritorio que terminabas exhausto. Cuando llegabas hasta su persona habías perdido el habla. Cada paso que dabas para llegar a él se convertía en toda una vida. La mayoría de los políticos deberían tener su oficina en un camellón o en la acera y atender los asuntos civiles desde allí, aunque es posible que terminen colgados de un árbol por algunos ciudadanos poco juiciosos y muy impulsivos. En los bares donde acostumbro ir a escribir los meseros me atienden bien porque saben que soy un ave rara y eso les da pretexto para la charla. Además pretenden que mi economía está más cerca de la suya que la del patrón. Cuando acudo a bares o tabernas desconocid­as los meseros siempre me tratan mal en un principio, me miran de reojo y plenos de desconfian­za; mis libros, lápices y cuadernos despiertan sus sospechas; después se conforman, y si vuelvo dos o tres veces más se percatan de que yo jamás les haría daño ni los defraudarí­a porque no acostumbro emborracha­rme en una cantina: ello sería ordinario y absurdo. Puedo tomarme varios tragos e incluso sonreír y hacer bromas, pero no soy tan idiota como para perder mis sentidos en un bar rodeado de extraños. Los considero, a los extraños, hienas acechantes a punto de atacarme. A mi edad la única oficina perdurable y amable es el lugar donde escribo. El resto es miscelánea itinerante, balbuceo y estancia azarosa. Sé que a mi padre le habría gustado que tuviera yo una oficina, como todas aquellas donde él o su hermano despacharo­n sus asuntos cuando fueron importante­s y dieron paso a familias numerosas que atender. Es posible que buena parte de la desgracia de este mundo sea debido a la existencia de oficinas, ¿cuántas maldades y crímenes de todo tipo no se han fraguado en estas infames cavernas?, ¿un hombre sin oficina es un hombre libre? No lo sé, depende de tantas variables y además yo no me atrevería a dar un juicio de tal naturaleza. Sería temerario y arrogante. Pese a ello, creo que un mundo sin oficinas es una utopía y por lo tanto su belleza es abstracta y deseable. También creo que los impuestos de los ciudadanos no deberían pagar las oficinas de los funcionari­os públicos: ¡que trabajen en el bosque de Chapultepe­c! (la restauraci­ón de la fuente de Nezahualco­yotl ha sido un acierto), o en su casa; o en un parque público, al menos así les veríamos la cara.

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico