El Universal

En busca del Fakir

- David Huerta

Hace 99 años, en 1918, nació César Dávila Andrade en la ciudad ecuatorian­a de Cuenca. El nombre les dirá poco o nada a la inmensa mayoría de los lectores; aun a los que poseen una regular o copiosa informació­n sobre la historia literaria de nuestra lengua en los tiempos modernos. La explicació­n de este hecho da la medida de nuestra condición. Dávila Andrade era poeta y no nació en uno de los países “mayores” de América Latina; esto significa que hasta en el Tercer Mundo hay jerarquías: no es igual ser argentino que paraguayo, mexicano que boliviano. México y Argentina son países más “importante­s” que Bolivia o Paraguay; lo cual es definitiva­mente falso o, por lo menos, discutible, yo diría dudosísimo.

El hecho incontrove­rtible es que Dávila Andrade fue un poeta ecuatorian­o; el otro hecho incontrove­rtible es que los lectores no lo conocen, no lo han leído. Si hubiera sido nicaragüen­se, lo compararía­mos con Rubén Darío o su obra poética con la herencia dariana. Si hubiera sido chileno, con Neruda o con su legado. Si hubiera sido mexicano, con López Velarde o con Gorostiza. Pero era ecuatorian­o: ¿puede el lector recordar a un autor de ese país, del género que sea, sin acudir a las encicloped­ias, electrónic­as o de papel?

Dávila Andrade, apodado El Fakir, murió en Venezuela en 1967, hace casi medio siglo, en circunstan­cias de una precarieda­d desesperan­te. Era lo que hace no muchos años todavía se llamaba “un bohemio”. Vivía de noche porque era periodista; además, consumía alcohol en grandes cantidades. Su obra poética es una de las más valiosas de la literatura moderna en cualquier idioma. A mí me lo descubrió hace

He tratado de que César Dávila Andrade sea leído en México. Poco he conseguido. Iré a buscar sus huellas a Cuenca, la ciudad ecuatorian­a que lo vio nacer.

décadas el escritor y profesor Vladimiro Rivas Iturralde, también ecuatorian­o.

El tomo con una considerab­le selección de sus poemas se titula Materia real y lleva el sello de la venezolana casa editora Monte Ávila; mi ejemplar no está en condicione­s óptimas pero un día de estos lo voy a encuaderna­r. Lo atesoro como si su título fuera asimismo aquello de lo que está hecho: una especie de oro profundo y perdurable, aunque sea apenas un perecedero rectángulo de papel.

El centenario del nacimiento Dávila Andrade se aproxima; el cincuenten­ario de su muerte es este 2017. Yo quisiera que sus poemas fueran leídos ávidamente y que algo hiciéramos por él, en nuestro país, los pocos miles de lectores mexicanos de poesía: ¿no será que El Fakir es como el inmenso Luis de Góngora, cuya obra “no es para los muchos”? Todo esto es sumamente problemáti­co; siempre, en lo más íntimo, he tenido dudas sobre las campañas de “fomento de la lectura”, aparte de que la palabra “fomento” me resulta antipática y no quiero escucharla ni leerla.

He tratado de que César Dávila Andrade sea leído en México. Poco he conseguido. Iré a buscar sus huellas a Cuenca, la ciudad ecuatorian­a que lo vio nacer. Cuando estos renglones sean publicados, ya estaré allá, si todo sale bien.

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