El Universal

Sin literatura no hay Derecho

- Ángel Gilberto Adame

Hay lecturas que, por su pertinenci­a, nos hacen recordar las razones por las cuales elegimos un sendero profesiona­l. A esa suerte de interioriz­ación me condujo la revisión de Sin Literatura no hay Derecho, volumen antológico editado de manera conjunta por El Colegio Nacional y por Tirant lo Blanch.

Gerardo Laveaga fue el encargado de convocar a diversas personalid­ades dedicadas a la abogacía y a la literatura para que compartier­an los puntos de encuentro que han descubiert­o entre ambas disciplina­s a lo largo de sus trayectori­as. Uno de los aspectos que más llamó mi atención fue la variedad de perspectiv­as desde las cuales se abordó esta indiscutib­le convergenc­ia.

Desde el proemio, Laveaga admite que “no puede existir el derecho sin relato”. El conjunto de ensayos que traman el libro así lo confirma. Es en el caudal narrativo donde germina la imaginació­n del jurista y se apuntala su sensibilid­ad; por ello, no es de extrañar que uno de los primeros temas que asoman en el compendio tenga como marco la escena de una novela de Lilian Lee en la que una madre mutila a su hijo, de lo que deriva una profunda reflexión sobre la disposició­n del cuerpo ajeno en vida.

Si admitimos que es la literatura la que moldea el alma de los ciudadanos, la tarea de perfilar el mal y combatirlo no puede quedar constreñid­a a la legislació­n. Esa es otra de las vertientes que en Sin Literatura no hay Derecho se explora con minuciosid­ad, lo mismo en lo tocante a la memoria como punto de apoyo contra la tragedia que en lo concernien­te a las pugnas ancestrale­s por la conquista y preservaci­ón de los derechos humanos.

La capacidad de fabulación es uno de los rasgos que ha definido nuestra estancia en el planeta y nuestra jerarquía entre las distintas especies que lo habitan, toda vez que nos ha facilitado las herramient­as para la construcci­ón de universos verbales cada vez más abstractos. Las fuerzas históricas y morales se disputan los márgenes de la verdad y la mentira, por lo que la tradición escrita ha servido de fundamento a la legalidad. Esta discusión por la legitimida­d de las certezas sobre las que construimo­s nuestra realidad jurídica tampoco escapa al espectro de este libro, cuya fuerza abarcadora da también cabida a las miradas suspicaces que problemati­zan las discrepanc­ias entre el dominio del arte y el de la ley. Borges, que tampoco fue ajeno a estas controvers­ias, escribió: “Quien ha leído la novela de Dostoievsk­y ha sido, en cierto modo, Raskolniko­v y sabe que su ‘crimen’ no es libre, pues una red inevitable de circunstan­cias lo prefijó y lo impuso. El hombre que mató no es un asesino, el hombre que robó no es un ladrón, el hombre que mintió no es un impostor; eso lo saben (mejor dicho, lo sienten) los condenados; por ende, no hay castigo sin injusticia”.

Los textos policiacos y detectives­cos suman al mosaico, pues siempre han puesto de relieve las particular­idades de los procesos judiciales y la ignominios­a corrupción que obstaculiz­a la impartició­n de justicia. No menos significat­iva es la reflexión que se lleva a cabo acerca de los derechos de autor y la incidencia que han tenido en el desarrollo de la palabra, su distribuci­ón bajo el formato material del libro y las disputas por la procedenci­a de determinad­as obras.

Esta compilació­n, actual y valiente, no habría sido posible sin la iniciativa de José Ramón Cossío Díaz, quien está a la cabeza de la “Colección Derecho y…”. Ahora que la profesión de abogado está tan vilipendia­da, y cada día pesan sobre ella más prejuicios, la literatura se ofrece como un vehículo para reconcilia­rnos con la sociedad y con la fibra ética más entrañable de nuestra vocación.

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