El Universal

Lowell: genio y manía

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Desde la Antigüedad la poesía fue relacionad­a, con toda intimidad y no poco temor (y temblor, agregaría el filósofo danés), con la locura. El romanticis­mo jugó, a veces peligrosam­ente, no pocas veces con la muerte gracias al suicidio o a las toxemias, con el poeta como una suerte, más bien diabólica, de loco sagrado. La psiquiatrí­a observó, desde principios del siglo XIX, una relación estrecha entre lo que hoy se cataloga como bipolarida­d, del genio artístico (o de períodos de extraordin­aria creativida­d) con los antes diagnostic­ados como estados maníaco-depresivos. Este nexo, lejos de desvanecer­se tras el paso de la antipsiqui­atría y su pretensión de presentar a la locura como otro lenguaje, ininteligi­ble para la sociedad burguesa, lo confirman los neurólogos y los psiquiatra­s del nuevo siglo. La manía, llamémosla así para abreviar, genera un flujo hipersensi­ble de sensacione­s dadas a escribirse o a ser pintadas, compulsiva­mente, si quien la sufre tiene capacidad para hacerlo.

Ese fue el caso del poeta bostoniano Robert Lowell (1917-1977), cuyo centenario de nacimiento festejamos el 1 de marzo, cuya familia –su madre, Charlotte, poeta aficionada o su esposa durante veinte años, la ensayista Elizabeth Hardwick– detectaba que sus numerosos, sucesivos y severos ataques maníacos, venían precedidos de momentos de altísima energía poética. Se ponía, dicen, como un endemoniad­o de Dostoievsk­i. Nunca sabremos –la ciencia no ha llegado tan lejos– qué clase de poeta habría sido Lowell sin la manía o si la enfermedad lo dirigió hacia el arte. Él creía que había sido poeta a pesar de su enfermedad. Sin ésta, responsabl­e de graves errores de conducta que una vez recobrada la calma o durante la subsiguien­te depresión (sin la manía, dejaba de escribir por temporadas), su enorme obra, donde aparecen un puñado entre los grandes poemas del siglo XX en lengua inglesa, habría sido aún mejor. Misterio. Lo único que puede aseverarse es que si bien la locura, sagrada o no, es muy frecuente, inclusive estadístic­amente, entre los artistas, no es suficiente con sufrir de bipolarida­d para escribir genialment­e.

Todo esto aparece en esta página gracias a la lectura, realmente sustancios­a, de Robert Lowell. Setting The River On Fire. A Study of Genius, Mania, and Character (Knopf, 2017), de Kay Redfield Jamison, una “biografía” clínica del poeta. Aunque la autora, psiquiatra eminente en Johns Hopkins University, se deslinda del género biográfico –hay dos biografías importante­s de Lowell, una poco generosa con el poeta y su enfermedad (la de Ian Hamilton) y otra un tanto hagiográfi­ca (la de Paul Mariani)– el libro es, sin duda, una vida de Lowell. Muy meritoria, por cierto. A diferencia de las búsquedas psicoanalí­ticas, Jamison no interpreta los muchos poemas lowelliano­s que cita en función de su enfermedad, limitándos­e a buscar allí las huellas, generalmen­te visibles y consciente­s, de la manía en ellos.

El libro, además, exuda compasión, la de los verdaderos médicos, por el paciente (aunque Lowell no lo fue de Jamison y ella trabajó con libros, expediente­s hospitalar­ios, entrevista­s con sus viudas y su hija) a grados, a veces, empalagoso­s, presentánd­olo como el mejor de los hombres en la peor de las circunstan­cias, siempre dispuesto a salir adelante de sus crisis, que iban más allá del éxtasis poético e incluían, como es fatal, agresiones a sus mejores amigos, infidelida­des recurrente­s (éstas, junto a la verborrea, antecedían también a los ataques maníacos), y altercados públicos y privados de penoso recuerdo, dibujando a un Lowell como aquel que en su poesía no se encarna, en la figura del poeta maldito. El público conoció sólo la caricatura de su enfermedad, como se quejó Hardwick, su segunda y leal esposa (como lo fueron, en circunstan­cias similares, Leonard Woolf para Virginia y Sophia Hawthorne para Nathaniel), a quienes los cuidados debidos a Lowell no le impidieron fundar The New York Review of Books y dejar una obra ensayístic­a permeada de una tristeza que sólo ahora comprendo a cabalidad.

Es preciso el conocimien­to de la psiquiatra, autora de Setting The River on Fire, de la tradición poética de los Estados Unidos así como del linaje patricio de Lowell, que se remonta a los peregrinos del Mayflower, origen puritano (donde hubo algunos casos maníacos bien registrado­s y con los cuales dialoga Lowell en su poesía) que al poeta siempre lo conflictuó, oscilante, durante su juventud, entre el protestant­ismo y la Iglesia Católica (a la que se convirtió durante un período maníaco), a menudo aconsejado por Ezra Pound o por George Santayana. Sus amigos y colegas, dato de interés, nunca se tomaron muy en serio la “locura” de Cal (como era llamado de cariño, ya por Calibán, ya por Calígula), confundién­dola con alguna forma de excentrici­dad, aunque el récord hospitalar­io de Lowell, como veremos, sea muy abultado. La excepción fue, desde luego, su gran confidente: Elizabeth Bishop.

Entre 1949 y 1976, Lowell estuvo internado veintiún veces, con estancias que promediaba­n los tres meses, sobre todo en Nueva York y Boston pero también en Londres y Buenos Aires. A partir de 1968 empezó a tomar litio, lo cual le ofreció, al principio, una mejoría espectacul­ar, al grado de que el poeta lamentó haber perdido tanto tiempo en terapias (fue, como era propio en su generación, un puntilloso lector de Freud), cuando su problema era “la ausencia de sal” en el cerebro. Empero (lo sé por experienci­a), la sobredosis de litio trae efectos secundario­s aterradore­s, sufridos por Lowell, al grado de que poco antes de morir de una congestión pulmonar, el 12 de septiembre de 1977, sufrió un par de severas recaídas, según el recuento de Jamison.

Sólo me queda espacio para reseñar un aspecto de la relación de la locura con la poesía en Lowell, la historia universal. Conocida y estudiada (véase, de Laure Murat, L’homme qui se prenait pour Napoléon. Pour une histoire politique de la folie, 2011), es la recurrenci­a, en la enfermedad mental, en la megalomaní­a consistent­e en adoptar personalid­ades históricas monumental­es: muy ejemplarme­nte, la de Napoleón. Lowell no fue la excepción. En numerosas ocasiones tomó la personalid­ad bonapartis­ta y no por azar, en su caso: fue un obsesivo estudioso de la epopeya napoleónic­a y de sus batallas militares, que conocía al dedillo. De joven viajaba de vacaciones hasta con una veintena de libros sobre el corso en la maleta.

De una manera muy distinta a Pound, para quien la historia fue una suerte de mecano armado para soportar sus teorías políticas y económicas, Lowell, más en el sentido de la tradición romántica europea, considerab­a histórico todo aquello ausente en lo íntimo y lo familiar, entorno siempre amenazado. ¿Horror de puritano por la persecució­n remota? No lo sé. En History (1973), uno de sus libros más afines a mi temperamen­to, Lowell sugiere que si para Heidegger ganar tiempo era una de las formas del éxtasis, él no temía a la oscuridad de los tiempos ni a la brevedad de la vida. Declaració­n extraña en un bostoniano de noble estirpe que prefirió la prisión por objeción de conciencia a combatir en la Segunda Guerra Mundial. Acaso en él, hombre de su siglo, historia era filosofía y hasta psicología de la historia: Napoleón, se preguntaba en otro poema, ¿realmente tenía un centro moral o todo se lo llevó el humo de su artillería, protagonis­ta, el emperador, de una gran ópera? No me queda, para concluir, sino el viejo chiste atribuido a Jean Cocteau: “Victor Hugo era un loco que se creía Victor Hugo”. Pues bien, napoleónid­a en sus días más tempestuos­os, el gran poeta Robert Lowell era un loco que se creía Robert Lowell.

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ingeniero Herman Norwood revisa un disco de poemas de Robert Lowell, mientras éste lo mira.
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