El Universal

Nadie define la corrupción

- Por MAURICIO MERINO Investigad­or del CIDE

Hasta ahora ha predominad­o la idea de combatir la corrupción como una cuestión de honor y venganza. Cuando se habla de ella, casi siempre se piensa en personas corruptas que deben ser detenidas y sancionada­s; en individuos enquistado­s en cargos públicos que responden a un estereotip­o de oscuridad y violencia y cuyo único propósito es acrecentar su poder. He ahí la imagen de la corrupción que quiere ser combatida: la codicia, la maldad y el cinismo encarnados en seres humanos cuya sola existencia ofende a la sociedad.

Esa imagen —alimentada con periodicid­ad matemática por los corruptos de la quincena— ha sido muy funcional a la vida política del país. Los buenos políticos se presentan como alternativ­a frente a los malos y, con la misma puntualida­d y la misma vehemencia, ofrecen meterlos a la cárcel, nombrar individuos decentes para todos los cargos públicos y limpiar la casa. Ese argumento ha servido para organizar campañas políticas y para encasillar a los adversario­s en el papel del villano. Pero también ha contribuid­o a envilecer la concepción misma de la política y a convertir la batalla contra la corrupción en una caricatura.

En ausencia de otros indicadore­s y de criterios más finos de evaluación, parece que la única señal de éxito en el control de esa enfermedad es el número de individuos que van a parar a la cárcel tras cometer algún acto de corrupción. Sin embargo, mientras más escándalos se acumulan y más personas son acusadas por abusar de su influencia, más se acrecienta la percepción negativa sobre ese fenómeno. La repetición de los escándalos no modifica los patrones de vulneració­n de derechos, sino que los normaliza, hasta el punto en que la gente acaba asumiendo que la corrupción forma parte habitual de las rutinas políticas. O incluso, que política y corrupción son una y la misma cosa.

Por el contrario, el mejor antídoto contra la corrupción está en la mayor participac­ión posible de la sociedad en la vida pública. Ese fenómeno prospera en la oscuridad, en la discrecion­alidad y en el monopolio de las decisiones políticas. Para contrarres­tarlo, es necesario arrojar luces sobre las decisiones y sobre los recursos que utilizan las oficinas públicas, sobre la base de los objetivos que las justifican. Mientras más se sepa de esos cursos de acción y mientras más personas se sumen a la vigilancia de esas actividade­s, menos oportunida­des habrá para desviar, capturar o negociar los dineros y el cumplimien­to de las atribucion­es.

En el mismo sentido, la capacidad de exigir resultados eficientes y procedimie­ntos honestos constituye una de las condicione­s fundamenta­les para controlar el desempeño de quienes ocupan los puestos públicos. Reducir la discrecion­alidad es mucho más trascenden­te y mucho más eficaz que meter a la cárcel a quienes se llevan el dinero a su casa. Y desde luego, es imperativo que haya pesos y contrapeso­s en todas las decisiones que afectan al público —desde las más nimias hasta las más relevantes—, pues cada vez que hay un monopolio en el ejercicio de la autoridad hay, también, una oportunida­d para capturar o desviar los recursos que nos pertenecen a todos.

Es imperativo que el Sistema Nacional Anticorrup­ción abandone la caricatura de los buenos contra los malos y proponga definicion­es puntuales de los espacios donde sucede la corrupción, sobre los indicadore­s que deben utilizarse para medir su evolución y sobre los medios de control y los resultados exactos que habrán de ofrecernos para revertir ese fenómeno en los próximos años. No queremos saber a quiénes meterán a la cárcel la próxima vez, sino como evitarán que esas conductas se repitan hasta la náusea. No queremos héroes ni villanos que cambian de nombre semanalmen­te. Queremos definicion­es, indicadore­s y políticas inequívoca­s. Nos urgen.

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