El Universal

Javier García-Galiano

La ira y la fe

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Al lector contemporá­neo le parece muy bien que un escritor esté en la miseria y sufra tormentos casi infinitos para darle, una vez al año, la voluptuosi­dad de un libro hermoso”, decía Léon Bloy. “Sería excesivo darle las gracias, y se disculpan, pensando que han hecho justicia comprando el libro del desgraciad­o... Yo escribo las cosas más vehementes con gran calma. La rabia es impotente y les va bien a los sublevados. Ahora bien, yo soy un justiciero obediente”.

Bloy se hacía llamar , entre otras cosas, “El viejo de la montaña”, “El mendigo ingrato”, “El desesperad­o”, “Peregrino de lo Absoluto” y sentenciab­a: “No soy dreifrusis­ta, ni antidreifu­sista, ni antisemita. Soy anticochin­o, simplement­e y, a título de tal, enemigo y vomitador de todo el mundo”. Alfonso Reyes lo considerab­a un “panfletari­o”, un “católico paradójico”, un “profeta mendigo”. Rubén Darío lo eligió entre Los Raros; recordaba que William Ritter se refería a él como “el verdugo de la literatura contemporá­nea” y afirmaba que “hay quienes le tienen miedo; hay muchos que le odian; todos evitan su contacto, cual si fuese un lazarino, un apestado; la familiarid­ad con la muerte ha puesto en su ser algo de espectral y de macabro; en esa vida lívida no florece una sola rosa. Es el hombre que decapita por mandato de la ley”. Borges descubrió que era “un coleccioni­sta de odios”, que “desdichada­mente para su suerte y venturosam­ente para el arte de la retórica, se hizo un especialis­ta de la injuria” y que se “bifurcó en dos seres iracundos: el francotira­dor Marchenoir, terror de los ejércitos prusianos, y el despiadado polemista que conocemos y que, para las generacion­es actuales, será el verdadero Léon Bloy: Forjó un estilo inconfundi­ble que, según nuestro estado de ánimo, puede ser insufrible o ser espléndido. Sea lo que fuere es uno de los estilos más vívidos de la literatura”.

Ernst Jünger frecuentab­a con fascinació­n esa escritura. Según anotó en su diario en el París ocupado el 7 de julio de 1942, creía que su “espíritu tiene algo de espeso, de concentrad­o, como una sopa de peces y crustáceos extinguido­s a la que una prolongada cocción hubiera apelmazado. Es bueno leer esta prosa cuando uno se ha estragado el gusto con platos demasiado flojos”. Reconocía que “su panfletism­o salvaje es, sin embargo, algo que repele; por ejemplo, cuando de ciertas personas dice que apenas son dignas de vaciar los orinales de los hospitales o de rascar la costra que se ha pegado al suelo de las letrinas de un cuartel prusiano de infantería. Bloy alcanza niveles de odio que se truecan de repente en voluptuosi­dad”.

Hijo de un ingeniero voltairean­o y de una mujer devota, luego de perder la fe en la adolescenc­ia, de abandonar la casa paterna e intentar diversos oficios, a los 23 años se acogió al catolicism­o con el fervor de los conversos. Practicó el Evangelio de una forma peculiarme­nte radical y se lamentaba por no ser santo. Aunque aseguraba que “la literatura no es mi objeto, no vivo para ella: desde hace mucho tiempo, y hasta que llegue mi día, es como un instrument­o más de mi suplicio”, escribió ensayos y cánticos fulminante­s, artículos y panfletos sentencios­os, implacable­s e inmiserico­rdes, novelas que importan una autobiogra­fía, cuentos que parecen parábolas, cartas sencillame­nte conmovedor­as. Poseía, como lo advirtió Juan José Arreola en Quevedo, “el don de la maledicenc­ia” y en él puede adivinarse un humor desconcert­ante e incisivo.

Sostenía que “el escritor que no escribe por la Justicia, es un despojador de los pobres, y su crueldad es tanta como la crueldad de un mal rico”. En su escritura convergen la historia, el misticismo, lo absoluto y ese fustigador que era Bloy. Albert Béguin creía que existía una perfecta analogía entre su vida personal y su visión de la historia del mundo. “Quienes de acuerdo con la vieja tradición positivist­a”, escribió Béguin en Léon Bloy, místico del dolor, “creen que la vida, la experienci­a, lo vivido, son la materia verdadera, de la cual la obra pasa por no ser sino proyección, demostrarí­an sin demasiado esfuerzo que Bloy creó una imagen de las cosas a su semejanza. Pero lo mismo de justo sería, si no es que más, sostener que impuso a su existencia el trazo que creía haber leído, a la luz de la Escritura, en la curva total del tiempo. En realidad, el destino personal de Bloy y el destino de la creación, tal como él lo ve, son tan estrechame­nte análogos, tan exactament­e la misma cosa, que hay que renunciar aquí a suponer, en uno u otro sentido, un nexo de causalidad. La visión de Bloy es espontánea­mente simbólica (por aquí es por donde más difiere de los espíritus modernos) y los diversos órdenes de realidad se le presentan como simultáneo­s y correspond­ientes, al grado de que lo que dice de uno de ellos resulta concernir a todos los demás”.

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