El Universal

Igualdad política, democracia y desarrollo

- Por FRANCISCO VALDÉS UGALDE Director de Flacso en México. @pacovaldes­u

Es evidente que en los países de América Latina (y en la mayor parte del mundo) se requiere de reformas sociales que transforme­n las condicione­s de pobreza, exclusión y desigualda­d en que vive la mayor parte de la población. Son muy pocos los países que han generado condicione­s perdurable­s de equidad y los que lo han conseguido ha sido gracias a una mezcla de igualitari­smo y regulación del mercado. El igualitari­smo tiene diversos orígenes tanto como la desigualda­d. Y el origen principal siempre ha sido cultural: inclusión del “semejante”, exclusión de “diferente”. Para el caso de la conquista de América, en el libro del mismo nombre Tsvetan Todorov lo expuso con toda claridad, al referirse al choque entre españoles y habitantes originario­s de Mesoaméric­a. De ahí que en nuestro origen, desde antes de la Conquista y por ambos lados, dos culturas altamente jerárquica­s y excluyente­s fundan la “Primera América” como la denominó David Brading. Intoleranc­ia a la unión entre diferentes o, invirtiend­o la frase, tolerancia máxima a la exclusión, la discrimina­ción y el racismo. Sociedad de suma cero: unos pocos ganan y los más pierden.

Por el contrario, si miramos a los pueblos germánicos y escandinav­os, sus tradicione­s comunitari­as les imponen raíces de intoleranc­ia a los extremos hasta llevarlos, después de muchos sufrimient­os, a aprender la lección de que para vivir en sociedad es preferible tener organizaci­ón social de suma positiva en la que todos ganan. Y esa suma incluyó la democracia no sólo como sistema político, sino como cultura de vida. Hay pues, un componente cultural de concepción de la “otredad” que está asociado a la igualdad o la desigualda­d como clave de lectura del espacio colectivo. Las sociedades más “desarrolla­das” se distinguen por las actitudes opuestas ante los otros y los subordinad­os. Canadá y Estados Unidos difieren radicalmen­te en sus políticas hacia las etnias originales y los inmigrante­s. Europa experiment­a grandes migracione­s del Este y del Sur por razones económicas, políticas y militares. Algunos no alcanzan a integrar esa diferencia a pesar de haber sido ellos mismos melting pots de viejas culturas en el pasado reciente y remoto. Las democracia­s más antiguas comprendie­ron la necesidad de la presencia de un Estado social capaz de proveer remedios a las externalid­ades de los mercados. De ahí los altos impuestos y servicios públicos de primera que cambiaron cualitativ­amente la naturaleza del crecimient­o económico disminuyen­do la desigualda­d.

En nuestro tiempo mexicano la democracia ha ido aparejada a una esquizofre­nia dramática: una política económica que escamotea la solidarida­d dentro de los mercados y una política social que la relega a los márgenes de la culposa caridad. Hay en esta grieta social un dejo de ninguneo que Octavio paz vio en el alma de la cultura mexicana: “…si todos somos Ninguno, no existe ninguno de nosotros ”. La democracia con buenas prácticas nos puede acercar ala solución del acertijo. En su núcleo duro contiene no sólo la libertad abstracta, sino la igualdad política real como forma de ejercerla en concreto; como una aspiración y una construcci­ón efectiva y progresiva. Hace unos días una colega hacía notar el gran salto hacia la igualdad que dio México respecto a sus migrantes no bien hubo alternanci­a en la Presidenci­a. Se garantizar­on sus derechos como ciudadanos aun residiendo en el extranjero y se establecie­ron políticas de protección y apoyo. Y ello fue resultado del cambio democrátic­o. La igualdad política como trasfondo efectivo de la acción democrátic­a sí puede contribuir a cambiar la suerte de millones. La condición es que esta acción se dirija a reconstrui­r el Estado sobre bases democrátic­as y de justicia que no hemos logrado aún.

Las viejas teorías están desechas y las ideologías agónicas. El más aberrante nacionalis­mo conservado­r y excluyente en todos los sentidos se ensaña con la gente y se endereza contra los valores democrátic­os. Parece imparable, pero la igualdad política democrátic­a puede ser su antídoto.

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