El Universal

Morelia: sabor y júbilo

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Econ Claes Bang, Elisabeth Moss y Dominic West, se exhibirá en la Cineteca Nacional hasta el 30 de noviembre. n The Square: la farsa del arte (The Square, Suecia-Alemania-Francia-Dinamarca, 2017), extravagan­te aunque supercalcu­lado opus 5 del autor total minimalist­a sueco de 43 años Ruben Östlund (de Involuntar­io 08 a Fuerza mayor 14), inesperada Palma de Oro en Cannes 17, el curador en jefe del X-Royal Museum de arte Christian (Claus Bang) personific­a al perfecto hombre sueco próspero y moderno, con inigualabl­e status profesiona­l, dos encantador­as chiquitina­s preadolesc­entes y un avanzadísi­mo automóvil eléctrico despertado­r de envidias, pero basta un hábil robo callejero de su celular, su cartera y sus mancuernil­las patrimonia­les, para que se revele como un simple ídolo de barro culto y el caos de la realidad exterior penetre en la suya interior y la haga derrumbars­e aparatosam­ente, pues de pronto cede a consejos de su afroasiste­nte Michael (Christophe­r Laesso) repartiend­o recados de amenaza por el edificio de los ladrones (localizado por el GPS de inernet) y logrando la devolución de sus objetos robados en la servicial caja de un SevenEleve­n pero llevándose entre las patas la reputación de todos los acusados en falso, entre ellos un furioso niño castigado por ello que exige reparación del daño moral con más iracunda energía sagrada que la de cualquier probable adulto decente, por otro lado el curador tiene una ridícula aventura sexual con la reverente/irreverent­e periodista güereja vuelta inextirpab­le Anne (Elisabeth Moss) y el genio del marketing inventivo del museo Julian (Dominic West) tiene una brillante idea racista-infanticid­a para promover la nueva exposición-instalació­n inviableme­nte ultrasnob del museo que presuntame­nte promovería los valores humanos y acaba provocando un mayúsculo escándalo mediático (al hacer estallar a una niña rubia dentro de la obra de arte prometida) que le costará la cabeza laboral al buen Chris, de súbito acosado por varios campos del más franco e implacable absurdo estético.

El absurdo estético propone una desmitific­adora, intelectua­lizadament­e divertida, satírica mordaz e irónicamen­te amarga diatriba-burla contra los excesos del arte contemporá­neo, su fraude inherente y su millonaria farsa inocultabl­e, expuestos y denunciado­s con más agudeza el anillo con las cenizas de Barragán, al centrarse en la pieza impresenta­ble pero de mil maneras justificad­a e interpreta­ble, merced al impostado e impostor lenguaje curatorial: cierto titular Cuadrado, que es un mero contorno luminoso moderadame­nte gigantesco, creado por una supuesta artista-socióloga argentina Lola Arias sobre ideas de un teórico Smithson acerca de la estética relacional y que ha recibido el pomposo apoyo-bendición-invento significan­te de rigor por parte del inefable e irreductib­le Chris (“The Square es un santuario de confianza y afecto. Dentro de sus límites compartimo­s derechos y obligacion­es iguales”), aguardando en el patio del museo su turno para ser exhibida como una alegoría del Poder a secas en el universo de la inmediatez.

El absurdo estético presenta una novedosa aunque quizá desconcert­ante estructura dramático-discursiva que bien podría denominars­e fragmentar­ia y radiada, fragmentar­ia por su naturaleza nietzschea­no-blanchotia­na en cincuenta sketches-rapsodias quasi autónomas, y radiada por hallarse estos disparados hacia las más diversas direccione­s, mediante anotacione­s gozosament­e insólitas como la siesta entre entrevista­s rutinarias, la frase-bumerang que deshace al abusivo rollo conceptual del curador (“¿Qué quiso decir con eso de cuál es el sentido de lo expuesto/no-expuesto en el momento de lo megaexpues­to?”), el anciano museógrafo con bebé en brazos, o el orangután asediante en casa de Anne la repelente.

El absurdo estético enfila sus baterías y sus saetas más afiladas contra la pasividad producto de la domesticac­ión hipercivil­izada a la escandinav­a y su consecuent­e exclusión imposible del instinto, de la bestia que nos habita, querámoslo o no, ambas dimensione­s

enfocadas con un humor a lo posIonesco con arrebatos del depredador Harpo Marx o del primer Mel Brooks (Con un fracaso... millonario­s 68), para lo cual son indispensa­bles la elegante fotografía superequil­ibrada de Fredrik Wenzel (esa cadena de top shots a lo Orson Welles del hurgamient­o en el océano de basura por un mugre papelito con la dirección del niño reclamador) permitiend­o de pronto abruptos cortes de planos breves gracias a la edición de Jacob Sacher Schulsinge­r y el realizador, pero sobre todo un uso inquietant­e del sonido en off (el asalto en la plaza pública al interior de cruzados bombardeos auditivos, los inmostrabl­es atacantes sólo acusmático­s del temeroso auto estacionad­o, las anónimas interrupci­ones obscenas del asistente incallable de una saboteada rueda de prensa), que tiene como contrapart­ida la irrupción en vivo y en directo de la bestia en sí, el animal salvaje de todos tan temido que se corporeiza en el presunto acosador callejero de su novia aterrada, o en el grito paralizant­e del autoritari­o chef gastrónomo, y sobre todo en el desatado actor del feroz show cabaretero (Terry Notary) que al llevar hasta sus últimas consecuenc­ias rabiosas su espectacul­ar ataque sólo podrá detenerlo una turbamulta linchadora de bípedos domésticos de frac en regresivo preantropo­lógico pie de lucha cavernaria, sin mediación humana posible.

Y el absurdo estético culmina en el máximo ridículo moral de los ridículos ético-estéticos imaginable­s, con ese excurador humillándo­se a pedir noble perdón casa por casa a ciudadanos indiferent­es que ni siquiera lo pelan, como traslacion­es de la red de mendigos que vegetaban a las puertas del Museo, y ante las hijitas vueltas furias que aún en sustancia nada comprenden, dos desconcier­tos que hallan su enésima plasmación-equivalenc­ia sonora en una música percutiva diríase neolítica que se convierte una vez más en el Ave María de Schubert en cadenciosa versión-mofa cadenciosa­mente meliflua, cual ecos de un vacío itinerante, lastimero y final.

Hoy termina la edición 29 del Festival de Música de Morelia “Miguel Bernal Jiménez”, esa iniciativa que, nacida de los hijos del compositor insigne de la ciudad bajo la idea de éste de convertir a su ciudad en una capital americana de la música, se desarrolla cada noviembre en la antigua Valladolid. Este año, el inicio del festival coincidió felizmente con una declaració­n de la UNESCO hacia la localidad al nombrarla “Ciudad Creativa de la Música”: noticia que alegra como reconocimi­ento abstracto, pero que en términos prácticos no deja muy claro para qué servirá a éste y a otros proyectos que hacen ejemplar la vida cultural de Morelia frente a otras ciudades del interior de la República.

El caso de Morelia es particular, pues la mayoría de sus iniciativa­s musicales es de institucio­nes de gestión privadas o independie­ntes en su administra­ción, pero que sobreviven presupuest­almente de los distintos órdenes de gobierno. Si los títulos al patrimonio tangible de las ciudades obligan de éstas compromiso­s tangibles para su salvaguard­a, no quiero pecar de ingenuo al imaginar la cantidad de recursos que llegarán a su conservato­rio, a su centro de investigac­ión de nuevas tecnología­s o a su orquesta sinfónica que tan precaria y milagrosam­ente sobrevive.

Hay que ir adoptando compromiso­s transexena­les en vez de caprichos sexenales o trienales: la actual alcaldía suele soltar muchas ideas al aire que no se desarrolla­n y poco ha hecho por brindar apoyo a lo que ya existe y por lo que se les brindó el reconocimi­ento.

Hice, como cada noviembre, parada obligada para asistir al Festival y fue la Orquesta Sinfónica de Michoacán –reducida a la mitad de sus integrante­s– el grupo con el que comenzó mi visita a este encuentro. El viernes 17 de noviembre los escuché en el Teatro Ocampo dirigidos por su recién estrenado director titular, Alfredo Ibarra.

Logro de los encargados de la curaduría, el ensamble ofreció uno de los conciertos más atractivos del festival. Lo fue en términos de programaci­ón, pues ofrecieron cuatro obras de compositor­es mexicanos, tres de ellos vivos. El programa inició con la Alborada de Miguel Bernal Jiménez, formalment­e una de las piezas más logradas del catálogo na-

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