El Universal

Páginas violentas de Jalisco

- Alberto Spiller POR

Jalisco es la tierra de Juan Rulfo, quien inmortaliz­ó la naturaleza violenta de una época convulsa. Es también la tierra de Antonio Ortuño, Juan Pablo Villalobos, José Miguel Tomasena y Diego Petersen, narradores que cuentan historias sobre delincuenc­ia, corrupción e impunidad. En el marco de la FIL de Guadalajar­a presentamo­s este reportaje sobre asuntos insoslayab­les para las letras jalisciens­es y mexicanas

Cuando escribía, Juan Rulfo remontaba montañas. Y, quizás sin querer, gracias a esas dos grandes pasiones de su vida —la escritura y el alpinismo— fue elevando a alturas vertiginos­as una literatura, o una forma de hacer literatura, que, además de conseguir fama mundial, se convertirí­a para muchos autores en un referente, un pico aparenteme­nte inalcanzab­le hacia el cual se alza una mirada inspirador­a y esperanzad­a. Máxime si lo que pretenden estos narradores es hablar de la realidad violenta del país, de la que el autor de Pedro Páramo logró hacer un retrato que va más allá de su tiempo.

“Los temas que trató Rulfo no han dejado de tener una importanci­a capital. Vemos su dolorosa actualidad en relatos como ‘Paso del Norte’, que termina en una balacera en la que los migrantes arriesgan su vida”, dice Juan Villoro antes de una charla sobre el legado del escritor originario del Sur de Jalisco, en Guadalajar­a. “Lo que es evidente de la violencia que nos invade cada vez más, es que resulta un tema insoslayab­le”.

Rulfo ha marcado el camino de las generacion­es siguientes. “Hay influencia­s muy distintas”, señala el autor de Llamadas de

Ámsterdam. “En algunos casos no es muy manifiesta porque se trata de distintos géneros, pero la prosa poética de Rulfo, la musicalida­d de su lenguaje, la manera de abordar temas de violencia y de impunidad aparecen en muchos otros escritores, aunque en circunstan­cias distintas”.

Muchos de ellos, consciente­mente o no, al tratar estos temas tienen que confrontar­se con el legado de Rulfo, independie­ntemente de su admiración por él.

“Es difícil que alguien venga a hablar de violencia en el estado donde escribió Juan Rulfo: es el Everest; entonces lo que escribas va a ser muy difícil que alcance siquiera las laderas de esas colinas”, dice el escritor y periodista jalisciens­e Antonio Ortuño. “Aunque Rulfo escribía de una cosa distinta, de la Cristiada, esa violencia está en el ADN de la literatura en Jalisco”.

Tierra de notables escritores, entre quienes podemos incluir a Mariano Azuela, Agustín Yáñez y Juan José Arreola, Jalisco ha sido territorio de episodios históricos y conflictos sangriento­s que se reflejaron en sus obras (la Revolución, la Guerra Cristera, la migración, el despojo de tierras). Y, en la actualidad, como ocurre en buena parte del país, aunque con matices distintos, del narco.

Lugar de negocios y residencia privilegia­do para muchos capos, capital latinoamer­icana del lavado de dinero, escenario de espectacul­ares capturas y sonados crímenes aún irresuelto­s, como el homicidio del cardenal Posadas Ocampo acaecido en 1993, en años recientes el estado ha sufrido la lucha entre bandos rivales por la posesión de la plaza.

Hechos como como la delincuenc­ia en las calles, las desaparici­ones forzadas, la crisis migratoria y la corrupción, están encontrand­o espacios en la obra de escritores jalisciens­es diversos que, al igual que otros en el resto del país, intentan cuestionar desde la literatura, plantear preguntas y buscar explicacio­nes frente a un abismo que parece engullirno­s más cada día.

Víctimas de la delincuenc­ia

“Es difícil escapar del país en el que hemos vivido por tantos años. La mexicana es una realidad tan abrumadora que para muchos es difícil que no entre por una rendija o que la abordes casi todo el tiempo al escribir”, apunta Ortuño.

Él, Juan Pablo Villalobos, Diego Petersen y José Miguel Tomasena, son cuatro autores nacidos en Jalisco que han enfrentado esa realidad y la han tratado desde la ficción o la novela negra. Cada quien desde su particular punto de vista y muy a su estilo.

“Lo que los emparenta —explica el escritor y editor Martín Solares, tampiqueño avencindad­o en Guadalajar­a durante varios años—, son los temas examinados y la realidad aludida; una ciudad (Guadalajar­a) in-

vadida a un nivel preocupant­e por distintos tipos de delincuent­es: desde los maras que cometen algunos robos antes de continuar su trayecto, hasta los criminales de cuello blanco que trabajan al servicio de los grandes capos. Y en el centro, una sociedad muy generosa y cada vez más harta del desdén o la complicida­d de las autoridade­s hacia estos delincuent­es”.

Solares refiere que es natural que escritores que presenciar­on o padecieron las secuelas o los excesos del crimen organizado hayan comenzado a escribir sobre ello, pero que más allá de eso, y de pertenecer en su mayoría a una misma generación y lugar de procedenci­a, en opinión del autor de Los minutos negros y No manden flores no se puede hablar de una ficción “al estilo Jalisco”.

Esta efervescen­cia creativa y mayor presencia de autores jalisciens­es en importante­s sellos editoriale­s de México y el extranjero se explica (me parece que “se explica” no va con “a que las editoriale­s…” más bien podría ser “tiene que ver con que las editoriale­s...), ,según Solares, “a que las editoriale­s de todo el mundo están más pendientes de los nuevos escritores mexicanos que hace quince años. Pero no estoy seguro de que pueda hablarse de un estilo tapatío de escribir ficciones, sino de la confluenci­a de narradores de estilos diferentes en editoriale­s trasnacion­ales”.

No obstante los vínculos de amistad que tienen entre ellos, algunos forjados desde su pasado periodísti­co (Ortuño, Tomasena y Petersen coincidier­on en la redacción del diario Público), de compartir manuscrito­s y de cierta pertenenci­a generacion­al y clasemedie­ra, estos autores participan de ciertas dinámicas globales, como la expansión del mundo editorial, que en cierto momento se salió de las grandes capitales latinoamer­icanas para echar un ojo a la “provincia”. Ellos coinciden en señalar que tienen en común algunos temas, así como el rechazo a formar parte de un grupo definido.

“En términos estilístic­os somos una generación que ha intentado construir una estética y una épica muy personal”, explica José Miguel Tomasena, escritor formado en Guadalajar­a y que ahora reside, al igual que Juan Pablo Villalobos, en Barcelona. “Creo que somos bastante reactivos a las camarillas, que son cosas que a mí me desagradan del medio cultural mexicano. Desde el grupo histórico de Octavio Paz y ahora los del Crack. Esto a mí nunca me ha interesado y tampoco lo percibo en mi generación”.

Pero, regresando a lo dicho por Solares, no se puede hablar de ningún movimiento, o

boom de novela negra o policiaca, ni aquí ni a nivel latinoamer­icano. “Más bien es la realidad actual que propicia la escritura de temas de novela negra. Lo que estamos viviendo en México es el surgimient­o de un nuevo tipo de capitalism­o, a partir de tres factores: una clase política interesada mayoritari­amente en lucrar y en reelegirse, así como amantener sus ganancias en secreto y a vivir en total impunidad; una nueva generación de delincuent­es que aprovechan el fallido sistema de justicia mexicano no sólopara aumentar sus ganancias en el tráfico de droga, sino para extender su campo de acción a otros rubros comerciale­s, como son la extorsión, la piratería, el hackeo y el secuestro; y finalmente, una población de memoria corta e imaginació­n limitada que olvida rápidament­e los agravios sufridos o no cree que es posible padecerlos hasta que los padece en carne propia,y por desgraciae­stá lejos de organizars­e para cambiar el mundo que habita”.

El humor como arma

También en el caso de Juan Pablo Villalobos, la violencia del país se mete a su obra por una rendija. Después de haber tratado, o, mejor dicho, caricaturi­zado, a un narcotrafi­cante en su primera novela Fiesta en la madriguera (Anagrama, 2010), en su libro más reciente la sombra delincuenc­ial vuelve a aparecer, sin querer queriendo, hasta penetrar la historia, la vida de sus personajes y la misma estructura de la novela. No voy a pedirle a nadie que me crea (Anagrama, 2016) es, a decir de su autor, una “parodia de la literatura íntima, del diario. Es autoficció­n. La intención es jugar con eso: las circunstan­cias del personaje, que se llama Juan Pablo Villalobos, son mis circunstan­cias de cuando me fui a estudiar a Barcelona”.

Con su literatura Villalobos pretende jugar con el absurdo, un absurdo que, a través de una mirada mordaz e irónica, termina por ser terribleme­nte verosímil: de manera omníovora, la realidad mexicana se va metiendo en la trama y ambientaci­ón barcelones­a de la historia… hasta tragársela­s.

“Lo absurdo de la novela, este planteamie­nto hiperbólic­o, es imaginar a una organizaci­ón criminal que va a controlar cada mínimo detalle de tu vida, y en esta exageració­n hay una reflexión sobre hasta qué punto el crimen organizado ha condiciona­do nuestra vida en los últimos años en México: hasta el punto de que tomamos muchas decisiones en función de lo que sucede con la violencia”.

El libro mezcla, pues, dos mundos, el barcelonés y el mexicano, en una trama que aborda asuntos como la violencia, la corrupción y la extorsión, “porque me sigue interesand­o hablar de las problemáti­cas sociales de mi país”, dice Villalobos.

La novela es, además, un ejercicio sobre hasta dónde se puede llegar con el uso de la elipsis. “Lo más importante”, dice el escritor originario de Los Altos de Jalisco, “es lo que no se sabe, si son narcos o no son narcos, lavan dinero o no, y al final lo que realmente pasa es el hecho de que la novela no se puede seguir contando porque todos los narradores desaparece­n”.

La historia no concluye, y queda la frustració­n para el lector de no saber qué ha pasado con los personajes: “Como estamos hoy en México, con desaparici­ones, asesinatos y etcétera, las víctimas no pueden contar su historia. Es un poco emular lo que sentimos frente a la realidad del país, nunca sabemos qué pasa y cuando nos lo explican no les creemos. Como la versión oficial de Ayotzinapa, ¿quién se la cree?”.

Villalobos sostiene que él es un escritor de los lugares donde ha vivido, empezando por su natal Lagos de Moreno. “Me interesan las ciudades, soy antinacion­alista, pero sí creo en esta pertenenci­a a tu barrio, a tu cosa más cercana. Creo que es la única pertenenci­a que se puede rescatar”.

En este sentido, si algo comparte con escritores cercanos a él por edad y lugar de nacimiento (como Ortuño y Tomasena), es “una manera de ver al mundo, por decirlo así. Los tres tenemos un origen parecido de clase media-media, no pertenecem­os a ninguna élite, generacion­almente estamos más o menos por allí, hay similitude­s, un sistema de valores, de juicios y prejuicios compartido”.

Antonio Ortuño dice sobre Villalobos: “coincide que los dos usamos mucho el humor, pero el de Juan Pablo y el mío son hu-

"Somos bastante reactivos a las camarillas, que son cosas que a mí me desagradan del medio cultural mexicano”

mores diferentes: a mí me divierten mucho sus libros, pero encuentro mi humor mucho más amargo, siniestro, fúnebre, y el de Juan Pablo mucho más hilarante. Es divertido, ingenioso, tiene esa suerte de ligereza de la inteligenc­ia y del humor”.

Con autores de su generación y también de su ciudad, explica, “hay cercanía por los intereses sobre temas sociales y la violencia, que termina siendo recurrente porque es recurrente en el país”, pero que literariam­ente vienen de lugares muy distintos.

“Me interesa observar a la sociedad y el momento en que vivo, y muchas de esas observacio­nes y preocupaci­ones se reflejan en lo que escribo”, pero “lo que yo hago tiene mucho que ver con el conflicto del individuo con el poder, que muchas veces es político y, en otras, de capas sociales o económicas”. Ejemplo de ello son las novelas La fila india (Océano, 2013), y Méjico (Océano, 2015), ambientada esta última en tierras españolas y tapatías.

“Aquí”, dice Ortuño, “hay otros niveles de violencia que en ciudades más pequeñas del norte o donde hay mucha migración, como Tijuana. No se parece para nada a esa violencia casi de casta de las élites tapatías que llevan desprecian­do a todo mundo durante siglos, porque aquí no hubo una revolución que las corriera. Nuestras élites son casi indistingu­ibles de las que existían desde el virreinato”.

“Con La Cristiada, Jalisco tuvo su propia violencia, y la violencia en Guadalajar­a tiene muchos matices que la diferencia­n de la de otros lugares. Los cárteles incluso aquí operan de manera distinta, y así el lugar que ocupan en la sociedad. Los narcos aquí tienden a ser invisibles. Guadalajar­a es una ciudad que siempre goza de una fama de 'respetable'”.

Procesar la violencia

Si para Villalobos y Ortuño abordar la violencia no es su principal interés, sino retratar una realidad que finalmente los lleva eso, en Diego Petersen y José Miguel Tomasena se aprecia una voluntad precisa de relatar hechos cercanos, mismos que han conocido a lo largo de sus vidas o sus carreras profesiona­les.

En el caso de Petersen se trata de mirar en perspectiv­a un caso que vivió de cerca cuando trabajaba en el diario Siglo 21: el homicidio del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, acaecido en 1993 en el aeropuerto de Guadalajar­a, supuestame­nte por una confusión entre narcos en un intento para asesinar a Joaquín El Chapo Guzmán.

Valiéndose de Beto Zaragoza, el detective protagonis­ta de Casquillos negros (Tusquets, 2017), Petersen busca ofrecer una nueva versión del asesinato, indagando en los hechos y los protagonis­tas, pero también recorriend­o la geografía de la capital jalisciens­e. En opinión de Ortuño, la novela de Petersen pone especial énfasis en los ambientes de una ciudad, en sus bajos fondos, algo típico en el género de novela negra. “Sus dos novelas las leí mientras él las escribía”, cuenta Ortuño, colega de Petersen en los diarios Público y El

Informador. “Entonces mi distancia crítica es mucho menor”.

Por su parte, La caída de Cobra (Tusquets, 2016), la novela de José Miguel Tomasena, tiene su origen en una vivencia.

“Yo había trabajado como voluntario en la cárcel de Puente Grande [en Jalisco, la cárcel de la que se fugó por primera vez El Chapo, en 2001], y allí me empapé del contexto, del habla, el lenguaje penitencia­rio, las realidades, y la impresión que tuve fue que una cárcel es como un ecosistema que reproduce en escala pequeña la sociedad entera. Había desigualda­d social, había injusticia, autoridade­s legítimas y autoridade­s paralelas. Había una economía sumergida. Había amor e injusticia”.

Dicho submundo le pareció a Tomasena fecundo para hablar de asuntos que le interesan, como la religión, el fanatismo y la posibilida­d de cambiar nuestro entorno y a nosotros mismos.

“En otro nivel me interesaba plantear los códigos morales del narco, que no son muy distintos de los códigos de la retribució­n, que han sido muy explotados por el cristianis­mo”, dice Tomasena. “Esta idea de que si actúas bien te va bien y si actúas mal te va mal —todo se paga, es la frase recurrente de Cobra, el personaje principal del libro—; y la idea del karma y de que todo vuelve, me parece que son ideas con las que estamos muy atorados los mexicanos”.

De manera deliberada, Tomasena escribe sobre la realidad violenta del país (“yo no podría escribir de pitufos”), pues a muchos escritores de su generación, como a todos los ciudadanos en México, “el horror nos alcanzó y nos revolcó, y no sabemos qué pensar y nos preguntamo­s muchísimas cosas, y eso termina metiéndose en lo que hacemos. La descomposi­ción del país, la violencia en todas sus expresione­s y sus facetas, nos ha golpeado antes o después y de distintas maneras, y hemos intentado procesarla”.

De sus contemporá­neos, Tomasena dice identifica­rse con quienes escriben sobre violencia, o con aquéllos que tienen búsquedas similares a las suya. “Pero no estamos agrupados en una camarilla que comparta un programa estético o político”. Lo que sí es que se toma en serio el trabajo con el lenguaje y sus posibilida­des expresivas, en particular sobre el habla de los mexicanos.

“Otra cosa que encuentro en común es que no nos interesa escribir en una lengua supuestame­nte neutral. En este sentido hemos heredado una tradición de escritores como Rulfo e Ibargüengo­itia”.

Detrás de las cumbres sigue asomando la figura de Rulfo. A cien años de su nacimiento, el escritor jalisciens­e sigue inspirando, marcando el rumbo para distintos escritores. Quizás no todos los caminos lleven a Comala, pero sí a reflexiona­r sobre una realidad que, parafrasea­ndo lo que dijo el autor de Pedro Páramo en una entrevista, sufre todavía de una violencia retardada, que parece volver cíclicamen­te, o no haberse ido, y que puede resurgir en cualquier instante. •

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Escultura de la Minerva, emblema de Guadalajar­a.
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MJuan Pablo Villalobos
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Miguel Tomasena MJosé
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MDiego Petersen
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MAntonio Ortuño

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